Unas memorias de mi madre. ¡Ah! Odio a mi padre... Ella sobrevivió de puro milagro.
Lestat de Lioncourt
El frío calaba sus huesos. Sus ojos
parecían grises nubarrones sin esperanza. Observaba el cielo
despejado de aquella fría mañana. La nieve lo cubría todo. En su
vientre había todavía una vida que debía traer a un lugar que
consideraba una celda. Se sentía anclada a una vida indigna. Una
mujer como ella, que había visto el mundo a sus pies, se veía
recluida a un lugar como ese. La humedad subía por los gruesos muros
de piedra, pero la hoguera de la chimenea parecía disminuirla por
breves momentos. El crepitar del fuego tenía una danza agradable que
calentaba sus pies, pero no su alma. Deseaba darse valor. Sería
madre de nuevo. Un nuevo hijo.
Había repetido aquel momento siete
veces en los últimos diez años. Varios de sus hijos no
sobrevivieron las primeras semanas, uno de ellos había muerto con
tan sólo un año de edad. Parecían dormidos en aquel capacho, como
si fueran ángeles, y ella sentía cierta paz. Sabía que los
condenaba a un lugar donde nadie los amaría, salvo ella. Un amor
materno extraño que se endurecía. Su corazón le pedía que no
amase a los hombres que lograban surgir de su vientre, que ellos
también la usarían como esclava. La única hija que tuvo, que
estuvo entre sus brazos, nació muerta. Parecía haber comprendido
que en un lugar así, con una sociedad tan terrible, no habría
futuro para ella si no era un varón, y aún así no lograría más
allá que ciertos beneficios.
Entonces, como si fuese un terrible
augurio, se sintió húmeda y supo que debían llamar a la partera.
Tras varias horas angustiosas, en las que su esposo siquiera fue a
preguntar por ella, tuvo un hijo. Un hijo con una pequeña mata de
pelo rubia en su cabeza. Tenía la piel amoratada por el esfuerzo,
pero seguía vivo. Aún no podía saber si esos ojos, que aún
permanecerían cerrados por cuarenta días, serían similares a los
suyos. Pero se sintió orgullosa. Se parecía a ella. Veía ciertas
similitudes en ella. Deseó que este viviera, que no se fuera, que
permaneciese a su lado y fuese el aliento que le faltaba. Sabía
bien, por la matrona, que no podría tener más hijos porque su vida
pendía de un hilo. Tenía sólo veintitrés años y ya estaba
maltrecha.
—Mujer, ¿qué ha sido?—fueron las
únicas palabras que tuvo de aquel borracho, al cual tenía que
llamar esposo.
—Niño—explicó.
—Bien—dijo colocando sus manos en
sus caderas, la observó durante unos segundos y luego vio al
pequeño. Un pequeño que no lloraba, pero se aferraba a la mano de
su madre—. Estarás contenta, si no es mío no puedo replicar nada.
Ese bastardo es tu vivo retrato.
Tenía un aspecto deplorable. Ella
sabía donde había estado mientras traía al mundo a otro de sus
hijos. La ropa estaba mal colocada, pero no era únicamente su ropa
la que hacía que sintiera náuseas. Aquella barba espesa y negra,
los ojos verdes tan llamativos, y el cabello negro que caía mal
peinado sobre sus hombros, hacían que su estómago se revolviera. Si
estuviese bien aseado sería atractivo, pero así sólo era un
mendigo con ropas de noble. No tenía modales y no le interesaba
aprenderlos. No entendía como su padre, que siempre la amó, pudo
ofrecérsela a un hombre que jamás se interesó demasiado por sus
sentimientos o su salud. Ella maldijo sus ojos, sus palabras de
borracho y sus amoríos con las putas del pueblo. No lo amaba, sino
que lo odiaba. Poco después quedaría ciego, legado a sus cuidados,
e internamente, sin sentir reparo alguno, se alegró que no pudiese
ver que los ojos de su hijo eran grises, como los suyos, y poseía
una mirada distinta a sus hermanos.
En ese momento se propuso que ese niño
sería distinto. Él se llamaría Lestat, pues sería el símbolo de
la superación de cada uno de sus hermanos.
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