Observaba su cuerpo joven, robusto, con
aquellos ojos oscuros tan llamativos. Tenía la piel ligeramente
tostada, el cabello negro ligeramente ondulado y una enorme sonrisa
que relajaba sus perfectas facciones. Su alma había cambiado
ligeramente aquel corpulento cuerpo, el cual me rebasaba en estatura
por unos diez centímetros, y se había convertido en el hombre que
vi bajo la inocente lamparilla de su despacho. Vestía con un buen
traje negro, de esos hechos a medida, y con una corbata de seda color
gris. La camisa blanca, impoluta, parecía centellear resaltando su
tono de piel y la americana que, con ademanes elegantes, había
desabrochado.
—¿Has podido averiguar algo
más?—pregunté coqueteando con el borde del vaso. El ponche se
enfriaba, pero no importaba. Ni él ni yo íbamos a consumir aquellas
copas.
—No—respondió.
—Me inquieta—murmuré.
—París te ha sentado bien—dijo
clavando sus ojos oscuros en los míos.
—Cada noche es una nueva
oportunidad... de hacer el mal y bailar con el Diablo—musité.
Él guardó las formas, pero una leve
sonrisa cruzó sus labios con un aire burlón. Tanto él como yo
recordábamos bien ciertos hechos acontecidos hacía más de una
década. La visión de la Verónica, el Velo, Dios, el Diablo llamado
Memnoch, los ángeles, la caída, el paraíso, el Cielo y el
Infierno. Mis deseos de ser santo habían desaparecido, igual que mis
ilusiones de conocer al Santo Pontífice.
—Yo que te hacía desear volver a los
altares—sus brazos estaban relajados, con los hombros echados hacia
atrás, y con una pose distinguida. Se veía en él las maneras de un
caballero, alguien acostumbrado a dialogar durante horas, pero yo
siempre fui demasiado impaciente.
—No, no pienso hacer eso—negué
meneando la cabeza con nerviosismo—. Sigo escuchando música, sigo
aullando bajo la luz de las farolas y disfruto enormemente...
matando—susurré lo último con cierta discreción, pues la
camarera podía oírnos.
—Amigo mío, ¿qué puedo decirte? La
aventura sólo ha comenzado para mí—dijo encogiéndose de hombros.
—Quiero volver a tenerte cerca,
David.
—Me tendrás siempre que me
necesites. Sabes como contactar conmigo—indicó incorporándose,
para rodear la mesa y besar mis labios con cierta dulzura—. Me
alegra volver a verte, Lestat. Por favor, no te metas en líos.
—El último problema no lo causé
yo—mis palabras le sacaron un par de carcajadas—. Bien lo
sabes—añadí.
Él se marchó. Sólo fue una visita de
cortesía. Deseaba confirmar que me encontraba de una sola pieza.
Durante años había viajado solo, alejándome de todos, mientras
ofrecía mi silencio al mundo. Muchos creyeron que yo me había
vuelto a enterrar, cientos usurparon mi nombre y millones me
esperaban ansiosos en las librerías. Él sabía bien que yo era
inocente de todos los cargos, sobre Amel y su maldición, y su férrea
defensa me conmovía. Jamás nadie se ha portado conmigo mejor que
David.
Lestat de Lioncourt
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