La lealtad de David es impresionante y por eso lo amo y admiro.
Lestat de Lioncourt
La lluvia caía precipitándose más
allá de los pantanos, mansiones que a duras penas se mantenían
firmes, famosos cementerios y calles, que hasta hacía minutos
estaban abarrotadas, parecían una lengua oscura que conducía al
propio infierno. New Orleans se había convertido en charcos, sonido
de lluvia, neumáticos deslizándose a gran velocidad por las calles
aledañas y ramas meciéndose toscamente. Él estaba allí,
permitiendo que su traje se echara a perder, con una sonrisa radiante
en los labios. Cualquiera que lo divisara pensaría que había
perdido el juicio. El paraguas estaba colgado en su brazo derecho y
sus manos, que parecían tan grandes como su cuerpo, estaban en los
bolsillos de la americana. Su pose era la de Gene Kelly, aunque sin
canciones ni bailes.
El sabor de la sangre aún llenaba su
boca. Su víctima estaba colocada frente a su viejo y pequeño
televisor, con la cabeza echada hacia el lado derecho de su sillón
de orejeras, con sus arrugadas manos sobre su últimas labores de
lana y con la madeja entre sus pies cubiertos con babuchas cálidas.
Su piel oscura empezaría a amarillear, el olor a muerte ya llegaba
hasta él y el murmullo de la televisión durante toda la noche
alertaría a sus vecinos. Estaba enferma y vieja, cansada de vivir, y
él fue su última visita. En él vio la belleza de otros tiempos,
conversó de tú a tú, y se dejó llevar por los buenos recuerdos.
¿Quién podía culparle de alimentarse de una inocente anciana?
Nadie. De todas formas iba a morir. Tenía la huella de la muerte
grabada a fuego en su viejas sienes, su cabello ceniciento y sus
pequeños ojillos llenos de arrugas. Olía a lirios y galletas de
canela. Era una mujer hermosa aún hoy, por eso su belleza la
conservó en su último suspiro que él se llevó.
Siempre se había preguntado como era
arrebatarle la vida a alguien para vivir. Había leído sobre
vampiros durante décadas. Ansió la eterna juventud. Viajó por el
mundo intentando comprender los misterios más terribles, pero la
muerte era el misterio más interesante. Curiosamente nunca conocería
realmente lo que es morir, pero sí la muerte de otros. Muertes
dulces o violentas, pero muertes. Las necesarias. Muertes justas para
que él siga viviendo con la conciencia tranquila. Marius ya le había
advertido que quien consumía sangre inocente, como las de una buena
madre o un muchacho sin tacha, se volvía loco con el tiempo.
Enfermos y pobres diablos. Sólo eso. Sin embargo, la maldad era
apetecible. Pero él, un hombre entero, seguía siendo un cazador que
seleccionaba con cuidado cada presa.
Escuchó tras él unos pasos. Eran
pasos poco discretos, aunque intentaban no llamar la atención. Al
girarse, con aquella pose de estrella de cine en sus mejores tiempos,
el individuo se detuvo. Era un hombre de unos cincuenta años, tenía
el cabello negro con ligeras betas de canas en las sienes, sus ojos
eran muy llamativos por la profundidad con la cual le miraban y su
piel, sus rasgos, eran similares a los de cualquier latino. Sin
embargo, no era cualquier latino. Él era Yuri Stefano, el discípulo
de Aaron. Hacía tiempo que no se veían las caras. Tras él apareció
Olivier Stirling, como una sombra alargada de su vieja organización.
—¿Tanto miedo existe ahora en la
orden para enviar a sus investigadores en pareja?—sacó su mano
derecha del bolsillo, la pasó por sus húmedos cabellos y despejó
así su frente. Tenía unas cejas perfectamente delineadas, un rostro
anguloso y una belleza mágica. Joven para siempre, pero con la
experiencia y la paciencia de un hombre en su senectud.
—¿Y Lestat?—interrogó Stirling.
—En Francia, quizás—contestó
encogiéndose de hombros—. ¿No leyeron su último manuscrito?
—Está incompleto—comentó Stefano.
—Ah... tendrán que esperar
entonces—sonrió girándose para seguir su camino—. Ya conocen mi
lealtad, pues es la misma que tuve hacia Talamasca y mi viejo amigo.
De mis labios no saldrá nada. Esperen a Paraíso de Sangre... si
llega a salir a la luz, por supuesto.
Dicho eso sus pasos se apretaron y
desapareció entre la lluvia, los charcos, el tráfico, los edificios
antiguos y los árboles que se agitaba con el viento. Sólo quedaron
ellos dos con sus misterios y sus preguntas.
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