Aprecias en la distancia aquello que
fue para ti más que una aventura. La emoción del momento pudo
nublarte la vista, no ver lo magnífico que era cada segundo que
pasabas a su lado, y cuando se acaba sólo queda en la memoria los
recuerdos. Amarla no fue un error, conocerla fue un milagro. Aprendí
a dejar el egoísmo a un lado, tirado en una cuneta. Mis aventuras
siempre habían sido descabelladas, absurdas, estúpidas e
innecesarias. He sobrevivido a miles de catástrofes, confesiones
imposibles de olvidar y odios intensos, como el café que toman
algunos mortales a las seis de la mañana para despejarse.
Hoy camino por First Street. Busco una
mansión en concreto. La acera tiene que estar algo destrozada por
las raíces del árbol cercano a la verja. La puerta tiene que estar
cerrada, pero la luz de la entrada continuará encendida. Dentro, en
ese acogedor hogar, ella estará revisando informes. No sospecha
nada. Ni siquiera sabe que he regresado a la ciudad. Huí de todo,
incluso de mí mismo, cuando la voz empezó a introducirse en mi
cerebro, a hundirme en mis miserias y recordarme lo estúpido que
fui. Jamás fui un santo, pero frente a ella subí a los altares y
bendije su amor por la pureza.
Creo que nadie me ha amado como ella.
Nadie. Estaba dispuesta a perder el amor de su vida, aquello en lo
que creía, una familia que la respetaba y la necesitaba de guía,
quizás su poderes telequinéticos y todo el beneficio de ser una
Mayfair. Dejaría de ser una bruja con dotes para la neurocirugía y
se convertiría en esclava de la sangre. Arrojaría a una mujer
destrozada, por un pasado trágico, que seguía en pie por propia
voluntad, pues se había propuesto no caer, a un mundo que la podía
enloquecer.
He errado muchas veces. El precio de
mis errores es ver a quienes amo sufriendo. Aún me persigue los ojos
de Nicolas, su silencio, las risas estruendosas que parecían truenos
en medio del teatro y su dedo acusador. Me odiaba. Me odiaba tanto
como a él mismo. Odiaba la maldad que yacía en mi pecho y que vio
por medio de la sangre. Me detestaba por cobarde. Lanzó tantos
improperios como pudo. Y desapareció del mundo dándome una de las
lecciones más duras, trágicas y terribles. Todavía siento los
brazos de Claudia, de piel suave y rechonchos, que rodeaban mi
cuello. Tan frágil, tan hermosa, con esos labios de muñeca y esos
dientes pequeños. Ella sonreía, pero por dentro lloraba. Buscaba
ser algo que no podría llegar a ser. Mi niña, mi dama, mi eterna
muñeca... Y Louis. ¿Cuánto daño he hecho a Louis? Sin embargo,
perdona mis pecados como si fuera un Dios bondadoso, viene a mí con
sus palabras más cínicas, me besa como Judas y me mira a los ojos
demostrándome que pese a todo, a la estupidez y egoísmo que poseo,
me ama. Él es el único que ha logrado superarse. Mi madre sigue
errando por el mundo, libre de toda carga. Creo que ella está hecha
de un material diferente, uno muy siniestro y formidable. David es un
cuento único. Estoy seguro que podría calificarlo de leyenda entre
los nuestros. Y Mona... ¿cuánto daño he hecho a Mona? Jamás me va
a perdonar. Nunca lo hará. Por eso no quería dañar a Rowan con un
amor tan salvaje y siniestro, con una sangre espesa y gloriosa,
porque mi maldad se incrustraría en su corazón y mi desesperación
la haría sufrir. Podría terminar como mi madre o Mona, deseando que
esté lejos de ellas. Pero también muerta.
Preferí que viviera. Deseé que
viviera. Aún quiero que viva. Y, sin embargo, me torturo aferrándome
a los hierros de la cancela mientras sollozo por mi cobardía. Es la
primera vez que dejo atrás a un amor tan importante. Quiero decirle
que la amo, que no hay mujer que haya conquistado mi corazón y que
aún tiempo cuando recuerdo sus eróticas caricias. Necesito sus
labios, sus abrazos, su aliento acariciando mi nuez de Adán... Deseo
gritar: ¡Rowan! ¡Amor mío! ¡Rowan!
Sin embargo, ¿no soy un fantasma para
ella? ¿Me recordará? ¿Seré parte de un sueño? ¿Habrá superado
mi amor por ella? ¿Seguirá amándome? Y entonces, como cobarde que
soy, tiemblo y caigo de bruces empezando a llorar. Lo hago todas las
noches. Julien me observa con una taza de chocolate en la mano, una
sonrisa sarcástica y sus ojos azules bailoteando en plena oscuridad.
Aún la amo. Nunca dejaré de amarla, siempre voy a cuidarla desde la
distancia y puede, que algún día, deje de ser tan cobarde y rompa
todos mis miedos.
Lestat de Lioncourt
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