Akasha era algo más que un monstruo, porque era una mujer. El monstruo lo creó el miedo que teníamos a su poder. Ella era una mujer.
Lestat de Lioncourt
Detestaba ver que pese a los siglos,
así como la sangre derramada, aún la Tierra, mi mundo, se viese
afligido por la hipocresía y la imposición de miles que se creían
sabios, pero jamás tuvieron sueños. Si un sabio carece de sueños,
metas y posibles triunfos, carece del impulso apropiado para
fortalecerse y luchar. Frente a mí tenía día tras día a un
vampiro arrepentido, un hombre dolido por su propio orgullo, y
detestaba la compañía perpetua de mi amante, mi esposo y rey. Allí
sentada, en aquel trono de oro que podía alimentar a cientos, me
sentía vacía.
Los hombres se habían convertido en
hienas, la decadencia había arrasado las hermosas tierras que yo
había cultivado con amor y pasión, el olvido había llegado a
convertir en dementes a los que una vez me adoraron, la verdad se
desvanecía y el sol parecía inocuo en mí. La vida pasaba frente a
mí sin formar parte de ella, como si yo no tuviese sentimientos y
sólo fuese un trozo de piedra recién esculpido. Quería llorar.
Nadie me trataba como una mujer, tan sólo veían a una diosa, una
reina, la fuente de poder y me veneraban como a una madre.
Ni bondad ni malicia. Ni diosa ni
monstruo. Yo era una mujer. Una mujer que había sido madre. Una
madre que había visto crecer a su hijo lejos de sus brazos. Sostenía
entre mis manos el vacío de un gran pesar. El amor era tóxico para
mí, pues no encontraba la pureza de otras épocas. Pero, para colmo,
ese murmullo. Las palabras sutiles, en un idioma antiguo que yo había
usado como si fuese nuevo, y en un tono calmo. Me hablaban de pasión,
despertar, tambores en medio de la noche, llamaradas por doquier y la
verdad yaciendo en el pecho de mis enemigos.
Entonces, él, apareció. Su rostro
hermoso, casi perfecto, como si hubiese sido cincelado por el mayor
de los artistas. Sus labios carnosos murmuraban dudas que aún no
había solventado, las mismas que yo una vez había tenido. Esos ojos
profundos, vivos, audaces y llenos de amor se posaron en mí y me
preguntó sin necesidad de palabra alguna, sin tener que hacerlo a
viva voz, mi nombre. No pude controlarme y lo grité. Grité a su
mente mi nombre. Grité la verdad que no había propagado aún a otro
ser desde hacía tanto. Me sentí dichosa. Él me amaba como amaría
un niño a una flor, simplemente por su belleza natural. No me temía,
tampoco me codiciaba. Tan sólo quería estar a mi lado, comprenderme
y sentir que yo podía vibrar aún bajo ese cascarón de piedra.
Tardé en percatarme que no regresaría.
Él se había marchado. Odié a Marius por su codicia, sus celos, su
orgullo herido y sus reproches. Sabía que él mismo se odiaba por
ello. Guardé celosamente mi pasión y me hice un juramento. La
próxima vez que viese a mi príncipe, ese ángel hermoso dotado con
la astucia de los nuevos tiempos, lo haría mi compañero y rompería
las ataduras. Igual que rompería el mundo en mil pedazos para crear
uno nuevo.
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