¿Y qué hago yo con él? No sé. Me gustaría decirle que no le odio, pero temo que se lo tome demasiado bien.
Lestat de Lioncourt
Me gusta leer sobre amores imposibles,
disfruto de las películas de amores clandestinos y gozo, entre
lágrimas, de los poemas de amor desesperado. Quizás me siento
reflejado en cada línea. Siempre he querido ser amado por sus
labios, rodeado con las cadenas de sus brazos, y sentir sus palabras
rozando mi nuca mientras el tiempo deambula entre las manecillas de
los relojes. Sí, siempre he querido algo romántico a su lado. Un
sentimiento puro, nacido quizás del roce y el destino, pero la
realidad siempre fue terriblemente miserable.
Deseaba conocer los intrincados hilos
que movían a los humanos. Jamás dejé de poseer esa chispa de
curiosidad y entrega. Él despertó en mí el muchacho que yacía
dormido, aún esperando a su maestro, desde que dejó Venecia y
correteó por los túneles subterráneos de medio mundo. Roma hizo
que surgiera de entre las cenizas, sintiera el fuego lamiendo mis
heridas y me reconfortada con su oscuras mentiras. Hice mía cada
mentira y fábula sobre el Diablo, recé a Dios en secreto y caminé
descalzo entre los vestigios olvidados de una religión floreciente.
Él me rescató. Limpió con cuidado mis cabellos, desempolvó mis
sueños y besó mis mejillas. Hizo que el mundo se cayera ante mí,
me dejara nuevamente sin nada y me expulsara de mi infierno
particular. De tener todo en mis manos, con una fe ferviente, acabé
sin nada. Volví a estar desamparado y esperanzado. Quise que él me
amase por encima de todo, pero sólo tuve mis miserables mentiras.
Mis manos se enterraron en la
desesperación, igual que mi alma, y tenté su rostro como si fuera
el de un Dios. Deseé que él fuese mi Dios, como lo fue mi Maestro.
Era incapaz de pronunciar su nombre, pero lo balbuceé en su
presencia. Me quebraba por completo ante la necesidad de ser querido.
Acabé humillándome al implorar su amor, el cual no obtuve. Me
despreciaba provocando que me sintiese abandonado por la gracia de
Dios, pero también por cualquier creencia que pudiese sostenerme.
Ni Dios ni el Diablo. El único que me
hizo bajar a los infiernos fue Lestat. Un infierno tortuoso que
creció a sus espaldas, rodeándome, mientras que me negaba inclusive
unas migajas de compasión.
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