He visto el dolor en sus ojos, sentido
la ira de sus palabras y la frustración de su alma. Cuando nos
conocimos creí ver un ángel descendiendo desde el altar. Sus ropas
oscuras, raídas y polvorientas, contaban los pasos que había dado
descalzo por París. Tenía la piel blanquecina como el mármol. Sus
ojos poseían un candor distinto. Poseía unas mejillas carnosas,
algo sonrojadas, que parecían seducir a cualquier hombre que posara
sus ojos en aquella criatura. Pude haberlo llamado sirena y no me
habría equivocado. Pero su alma, tan hundida en las tinieblas, no
aceptaba la luz que yo irradiaba.
Pronto lo vería en otro momento. Un
momento de tinieblas, terror y sacrificio. Las llamas se alzarían y
convertirían a ese querubín, el ángel que vi en la iglesia, en un
monstruo capaz de cualquier cosa. La magia de sus cabellos rojizos
caían sobre la túnica, la cual parecía más oscura, y sus ojos
parecían surgir de los infiernos. Pero sólo sería una máscara,
otra más, que ocultaría su verdadero ser.
A solas, en una habitación que bien
conocía, con el fuego tras nuestras espaldas, vi al ser que
realmente era. Era un muchacho eterno, de casi quinientos años, con
los labios carnosos y los ojos hundidos en el dolor. Una lluvia
triste se deslizaría por su rostro, directo a sus labios, y se
convertiría en un mártir a media luz. Deseé abrazarlo, besarlo y
adorarlo. Sin embargo, algo en mí lo repudiaba. Ahora, siglos
después, comprendo su dolor y el misterio de sus palabras. No puedo
negar que siento cierta aprensión hacia él, pero también un amor
innegable.
Ninguno de los dos está hecho para
llevar la máscara de otros. Somos demasiado apasionados. Hemos
tenido muchos encuentros. Hemos enterrado nuestras palabras más
crueles el uno contra el otro. Sin embargo, los silencios ahora
parecen ser cruciales y las palabras bendecidas. Te diría que te
amo, pero tú ya sabes que lo hago.
Lestat de Lioncourt
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