Armand y sus creencias... Marius se convirtió en su Dios.
Lestat de Lioncourt
Aún recuerdo el olor de las pinturas.
Puedo sentir como invaden mis pulmones y noto que todo mi alrededor
cambia. Tengo el frío en mis dedos, el corazón palpita rápido y la
voz tosca, e imponente, de mi padre surge con la verborrea típica de
un alcohólico. Noto los besos de mi madre en mis mejillas, pero
sobre todo el deseo de encomendarme a Dios y ofrecerle mi mejor
tributo. Tenía una fe incorruptible que no se desvaneció ni en los
momentos más duros.
Dejé atrás la nieve, el calor del
fuego hogareño y el canto de los monjes. Lo dejé atrás a lomos de
un caballo, en los brazos de un desgraciado, y acabé en un barco
siendo torturado durante semanas. Muchos hombres pecaban de ilusos
conmigo, se sorprendían por mi aspecto y disfrutaban torturándome
con su “amor”. Dios no acudía a mí. Mis rezos eran en vano.
Cuando perdí la cordura, así como
olvidé por completo como comunicarme con el mundo, él apareció.
Era rubio, alto, de ojos azules y piel clara. Sentí en él un poder
extraño y recordé al Mesías. Él sería mi Maestro. Se convertiría
en mi camino. Su voz curó mis heridas, así como el agua tibia de su
bañera, haciéndome sentir protegido en los brazo de un Dios nuevo,
oscuro y distinto.
Mi amor cubrió cualquier herida. Dejó
una pátina de oro y sangre que envolvió mi juvenil cuerpo. Sus
cabellos dorados, como el mismo sol, brillaban en la noche iluminando
mi vida. Deseaba conquistar su corazón, que en ocasiones parecía
duro e impenetrable, ofreciéndome entre besos y necesitadas
caricias. Me convertí en esclavo de una nueva religión, pero acabé
abandonado.
El infierno se desató y arrebató todo
lo que era. Mis alas negras se convirtieron en terribles garras. El
dolor se hizo fuerte en mi pecho. La herida se convirtió en un
abismo. La felicidad jamás volvió a llamar a mis puertas y el cielo
quedó alejado. Dejé de creer en la bondad. Aún siento el fuego
bajo mis pies y esa terrible noche me persigue.
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