Siempre lo recordaré como un hombre sosegado, pero también como un vampiro digno de ser observado, comprendido y temido.
Lestat de Lioncourt
Muchas veces he deseado probar de nuevo
un melocotón. He imaginado como mi cuchillo lo cortaba, sacaba su
hueso y lo lamía, para luego masticar con cuidado la pulpa. Podía
hacerlo sentado frente a una tosca mesa de madera, en las escaleras
de mi vieja vivienda o mientras cabalgaba por el desierto soportando
su luz y su calor. Ya casi no recuerdo esa extensión terrible,
amarilla como el oro puro recién bruñido, convertida en una manta
voraz con sus múltiples dunas.
También he imaginado que levantaba una
jarra de cerveza, brindaba por mis viejos amigos y reía como en
otras épocas. He reído hasta el llanto, pero apenas puedo recordar
el sabor del manjar que se derramaba por mi garganta. Por supuesto,
está el sabor de la carne y de la tierra cuando caía en medio de
las luchas, inclusive mi propia sangre y el frescor del agua tras un
combate.
Puedo sentir en mi piel el sol
dorándola, dándole aún más color, mientras mi larga melena se
movía como una prenda puesta a secar. Recuerdo bien mis pies, casi
desnudos, hundiéndose por la vereda del río, observando los campos
y los brotes nuevos. Creo que todavía llevo conmigo el murmullo del
agua.
¿Alguna vez fui humano? Sin duda. Tuve
una familia, un buen padre y una madre preocupada. Aprendí a ser un
buen mayordomo, pues ese era mi deber. Los mayordomos debíamos ser
eficientes, rápidos mentalmente y fuertes para luchar junto a su
rey. Él era mi amigo. En ocasiones me realizaba una serie de
confidencias, se apoyaba en mí y rogaba que nos abrazáramos con
fuerza. Había momentos tan cruciales para el reino que se sentía
solo, perdido y abatido. Sin embargo, mi misión era servirle y darle
el aliento que parecía perder.
Sí, fui humano. Sin embargo, los
recuerdos parecen de otro.
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