Julien y sus líos de faldas. La verdad es que antes tenías que ocultar todo lo que sentías para sobrevivir. Ahora todo es más fácil. Estoy seguro que habría sido muy feliz con Richard de haber vivido en el mundo de hoy en día.
Lestat de Lioncourt
Siempre he sido un egoísta. Admito mi
mayor pecado y cada una de las culpas que pueda echar sobre mis
espaldas. He sido lo que se dice un hombre de miles de camas, pero de
pocos corazones. Nunca he sido infiel, pues mis sentimientos han sido
fuertes y claros. Sin embargo, acepto que he me he despertado en
cientos de camas. He yacido entre los brazos fuertes de muchos
hombres y entre los cálidos muslos de demasiadas mujeres. Me ha
gustado dejarme llevar y ofrecer mi alma al diablo, el cual la
aceptaba gustoso jugando conmigo. Bailar con él fue delicioso, pero
aún más disfrutar del placer que me ofrecían cada boca, manos y
cuerpo.
Recuerdo como me miraba. Tenía los
ojos llenos de lágrimas. Sus manos temblaban secándose con trabajo
las mejillas. Esos ojos profundos, tan llenos de vida, parecían
cubrir la peor de las previsiones. Lloraba por mi culpa. Él lloraba
por un amor que parecía cobarde y miserable. Esa noche está
enterrada en mi alma, ardiendo como las llamas del infierno, y la
revivo cada segundo que su nombre viene a mí.
Llevaba uno de esos vestidos de faldas
cortas muy alegres. Tenía unas piernas largas y torneadas como las
de una mujer. Poseía una cintura exquisita que me hacía olvidar que
era un hombre. Su busto era escaso, pero no importaba. Tras su
incitante escote sólo había pañuelos bien doblados para imitar
unos senos, así como algo de maquillaje para ayudar a la ilusión.
Se había puesto una de esas pelucas que provocaba que sus cabellos
llegaran hasta más allá de sus hombros. Sin duda alguna parecería
una chica, pero su nuez lo delataba.
Él era Richard.
Podría decir que si he amado realmente
a alguien, con cada fibra de mi alma, ha sido a él. Mi mujer fue una
oportunidad para ser hombre, escapar de las miradas y las preguntas
que me recriminaban mi soltería. Intenté ser feliz, pero jamás
logré comprenderla y sentir que me conmovía con sus miradas
seductoras. No. Ella no logró lo que Richard me hacía sentir. Con
cada caída de párpados, mueca de su boca, mordida de sus labios,
movimiento de sus manos arreglando mi corbata o simplemente esas
miradas, las cuales me mataban por intensas y desesperadas, me hacían
ver que el amor que percibía por él era único.
Esa noche me había visto en uno de los
burdeles disfrutando de varias mujeres. Brindaba por mi libertad
salvaje, por las buenas cartas que había conseguido y por el vino en
sí. Disfrutaba de cada momento como si fuese el último. Pero no era
yo. Era el demonio que rondaba mi jardín. A quién vio fue al
Hombre. Decidido a todo se fue a su casa, al otro lado de la ciudad,
y optó por vestirse para mí. Cuando llegué, casi al amanecer, lo
vi en la puerta de mi vivienda.
Me hallaba desorientado, la camisa
blanca de lino estaba mal colocada y la chaqueta la llevaba en el
regazo. Estaba descalzo, pues no sabía donde había dejado mis
mocasines. Al despertar estaba con varias mujeres a mi alrededor,
todas habían disfrutado de mi caliente pasión y mis palabras de
rufián. Sin embargo, ni mi alma ni mi lengua sintieron nada por
ellas. Tuve que aceptar sus reproches aún en ese estado y la cabeza
quería estallar, pero quien estalló fue él. Rompió a llorar, me
abofeteó y juró que no volvería a verlo. Quería que viese esa
imagen de él, la cual yo había moldeado a mi gusto y necesidad,
para marcharse de allí.
Él aún era muy joven y yo muy
estúpido. Por eso mismo acabó en mi dormitorio sollozando sin
prestar atención a como me desnudaba, arrojando la ropa a un lado,
mientras me juraba que me dejaría esa misma noche. Sin embargo, lo
tomé por los brazos con fuerza y besé sus labios pintados con un
rojo cereza muy llamativo. Se aferró a mis hombros, pero yo tomé su
muñeca derecha y coloqué su mano sobre mi miembro erguido.
Sin mediar palabra lo tiré a la cama,
rompí sus delicadas medias, rompí su ropa interior y penetré sus
prietas y jóvenes nalgas. Él se aferró a las sábanas, tirando de
ellas hacia sí, mientras abría más sus piernas y mordía la
almohada. No quería que nadie escuchara sus largos y escandalosos
gemidos. Las sábanas se manchaban de carmín y maquillaje. Su
vestido quedó arrugado, mal colocado y casi arrancado. Mis dedos se
deslizaban furiosos por sus brazos, cintura y muslos. Azoté su
trasero hasta dejarlo tan rojo como su carmín.
Estoy en la misma habitación, que
ahora es un simple despacho sin rastro de mi vida, mis gustos y
propiedades. Sin embargo, puedo imaginar la cama de hierro ahí
mismo, su cuerpo sobre las sábanas revueltas y su rostro de muñeca
manchado de miles de lágrimas. Me condené muchas veces, pero sobre
todo ese amanecer. Creo que me propasé con él, pues estaba harto de
quejas. Él no sabía la verdad, y no debía saberla. No era capaz de
explicarme siquiera yo como había sido maldecido con aquel ser que
podía sentir cerca, muy cerca, pero que no era capaz de
materializarse para poder increparlo a su fantasmagórica cara.
«Eres un desagradecido. Deberías
sentirte más que satisfecho. Me tienes a mí, arrodillado ante tu
juventud y estúpidos sueños, pero no te conformas. Soy fiel a mis
sentimientos. No deberías dudar de mi amor por el simple hecho de
estar entre las confortables piernas de todas esas putas, golfas y
desesperadas. Yo te amo a ti, pero no soy hombre de una sola cama.»
Mis palabras aún me hieren. Me duele
recordar como se incorporó tambaleante y me miró con odio. Sin
embargo, lo tomé entre mis brazos y besé sus mejillas. Era otra
época. Tenías que comportarte como un imbécil para darte a
comprender. Todo hombre tenía que ser ligeramente violento y tratar
a sus mujeres como si fueran meros complementos. Si hubiese nacido en
ésta época es posible que habría hecho realidad su sueño. Quizás
me habría desecho de todos mis miedos arrojándolos por la ventana
hacia el jardín. No me hubiese importado tomarlo de la mano y
caminar por la calle sin pudor. Pero me enloquecía el verlo allí de
pie pidiéndome una relación formal en una época en la cual todo
estaba prohibido, pero que si te dabas la vuelta podías poseer el
paraíso en mitad de los infiernos.
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