Él sólo quería ayuda, pues se sentía herido. Pero ahora no hay problemas. Al menos eso creo.
Lestat de Lioncourt
Podía escucharlo susurrar
incoherencias. Por mucho que intentara obviar sus palabras inútiles,
ese balbuceo incomprensible, aparecía como el zumbido de un insecto.
En ocasiones lograba captar alguna frase coherente, pero la mayoría
de ellas eran absurdas e incomprensibles. No conocía la lengua,
aunque era capaz de averiguar el significado de cada una de las
palabras que llegaban a mí como una bocanada de aire.
Una noche me encontraba en el taller.
Mis manos se movían ágiles, aunque precisas y lentas, sobre una
nueva pieza. Era una concha perfecta que había encontrado en una de
las playas cercanas a nuestra residencia. Durante varias horas había
examinado la pieza. Me pregunté si podría sacar a Venus salida del
mar. Una Venus más inocente y menos sexual. Quería un ser que daba
sus primeros pasos en el mundo, tomando conciencia de su poder, pero
esa voz empezó a parlotear algo sobre la belleza, el poder y la
vida.
—Muchos viven pero pocos tienen el
poder de controlar su propia historia. No conocen la belleza del
poder, ni el éxtasis de la hermosura más fina y fragante. Las
flores son hermosas, contienen poderes inconfesables, y pueden ser
símbolos de un mundo perdido. Belleza, belleza, belleza, belleza...
—¿Quién eres?—pregunté arrugando
la nariz.
No hubo respuesta. Nunca tenía
respuesta a mis preguntas. Siempre existía un insondable silencio
que me provocaba un sentimiento de soledad insoportable.
—La belleza, ¿verdad? Es hermosa la
belleza—llegó a decir.
—Bueno, es belleza—respondí—.
Ese es su fin.
—Conoces la belleza. Creas belleza.
Te gusta la belleza—murmuró.
—¿Quién eres?—dije nuevamente.
Me dio nuevamente la espalda. Decidí
que debía volver a retomar mi trabajo. Sin embargo, tenía la
sensación que alguien me observaba. Pensé que era un ser mucho más
antiguo que Arion y yo misma. Aunque me conocía bien. Sabía que
amaba la belleza de los camafeos y sentí un escalofrío que recorrió
toda mi columna vertebral.
—Mata por mí. Estamos sufriendo. Hay
muchos jóvenes que no valen para nada...
—No—respondí—. No me apetece
mancharme las manos con los llantos de esos inútiles. Si quieres
matar a alguien hazlo tú. Yo no voy a mover un dedo por ti. No sé
quién eres y no quiero saberlo—respondí centrándome en mi
trabajo.
Volvió en otras ocasiones, pero
siempre lo ignoré. Fue sencillo. Una noche ese murmullo desapareció.
Arion también lo escuchó, pero él disfrutaba demasiado de su
pasatiempo favorito: el ajedrez. Ninguno le hizo caso. Manfred no lo
escuchó. Sin embargo, hubo ocasiones que me sentí más irascible
que nunca.
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