Estaba allí, frente a la ventana, como
si perteneciese a ese pequeño rincón. La tenue luz de la hoguera de
la chimenea iluminaba parcialmente su rostro. Tenía el cabello
negro, algo ondulado y caía alegremente por su espalda desnuda. Su
piel tenía rasguños de mis uñas y mordiscos. Jamás teníamos una
conversación decente. “Nuestra conversación” se basaba a veces
en un torbellino de placer y en miles de reproches. Sabía que él no
era feliz. Se sentía como un ave atrapada en una jaula de oro, pero
ésta jaula era un pueblo perdido en un valle y lleno de ignorantes
que ni siquiera sabían soñar.
Mis hermanos me habían estado buscando
horas. Lo sabía. Mi padre siempre pedía que regresara pronto a
casa. Los golpes llegarían al cantar el gallo y ver que regresaba al
castillo, con las ropas mal colocadas y una sonrisa traviesa.
Desconocían dónde podían encontrarme. La tabernera cobraba buenas
piezas de caza por despistarlos durante horas. Esos malditos zopencos
jamás aprenderían. Ellos sólo sabían golpearme para inculcarme
las normas que mi padre solía dictar. Esas normas que sólo eran
para el menor de sus hijos, pero no para los restantes.
Nicolas estaba allí conmigo. Ambos nos
encontrábamos desnudos, cansados y somnolientos. Aún así, pese a
todo, era incapaz de dormirme si él no tocaba para mí. Me complacía
con la música ascendiendo hacia el techo, hundiéndose en mi corazón
y tranquilizándome. Él abría nuestra jaula, la emoción se
desbordaba y nos veía a ambos en París recorriendo esos cafés
donde la filosofía, la política y el arte llenaban copas cargadas
de un vino distinto, pues el vino siempre sabe distinto si no se toma
para olvidar penurias.
—¿Alguna vez te has planteado si
Dios ve bien todo lo que hacemos?—preguntó acariciando el marco de
la ventana.
—¿Dios? Ya te dije que no existe
Dios. Y si existe, Nicolas, estoy seguro que no depara en nosotros.
¿Qué le hemos dado a él para que se fije en dos motas de polvo en
mitad del universo? Nada. Cuando triunfemos quizás ese Dios, ese en
el que todos parecen creer, nos de una señal—dije incorporándome.
—Entonces... llévame lejos de
aquí—se giró y me miró decidido.
Esos ojos oscuros calentaron mi alma
encendiendo los fuegos de los infiernos. Noté como caminaba hacia mí
y se hacía hueco entre mis brazos. Noté el aroma de su cabello, la
fragancia del sexo pegada a su piel salada por el sudor y sus manos
acariciando mi torso. No hicimos nada más. Pero algo germinó en mí:
una idea. Si queríamos ser libres, alejándonos de miradas
indiscretas y consiguiendo nuestros sueños, teníamos que ir mucho
más allá del valle. Debíamos irnos a París.
Ahora, en mi cómoda biblioteca,
observaba aquellos recuerdos como un suspiro. Amel estaba allí, como
si fueran unos dedos que apretaban mi nuca. No decía nada. Pero él
sufría como yo. Quería decir algo, pero no encontraba las palabras
idóneas.
—Querías sentir. Ahora sientes
nostalgia—murmuré.
—Nostalgia—dijo con un tono
melancólico.
Lestat de Lioncourt
No hay comentarios:
Publicar un comentario