—¿Qué haces aquí?—estaba a punto
de amanecer. Hacía horas que muchos de los vampiros que usualmente
me visitaban se habían retirado. Otros estaban en algunas de las
habitaciones superiores, todavía discutían algunas de las normas e
intentaban aportar ideas sobre como ejercer el turno de palabra. Pero
él estaba ahí, con sus enormes ojos castaños clavándose en los
míos y sus pequeñas manos aguantando su chaqueta de terciopelo azul
oscuro.
Siempre me ha parecido frágil, aunque
monstruosamente fuerte. Hasta hace unas décadas no acabé de encajar
qué podía pasar por su mente. Simplemente es complejo. Aún quiero
conocerlo, pero es difícil quitar cada capa de dolor y miseria que
recubren su herida alma. Ha creado un pequeño laberinto donde se
esconde con su rostro impávido, sus labios carnosos de color rosáceo
y sus imponente mirada cargada de melancolía. Es un ángel que
parece tocar tus hombros, susurrar sobre la muerte y el pecado, para
luego retirarse riéndose de su propio dolor. Un demonio. Eso es. Un
demonio con rostro de ángel y alma destruida por el tiempo y el
pecado de otros contra sus destrozadas alas.
—Armand...—coloqué mis manos sobre
sus hombros, apretándolos ligeramente, para notar como temblaba por
el frío que había sentido mientras se movía por los aires—.
Armand...
—Abrázame—rompió a llorar
aferrándose a mi chaqueta roja.
Sus lágrimas quedaron mezcladas con el
color de mi chaqueta, mi camisa blanca quedó salpicada y sus uñas
se clavaban ligeramente en mi torso. No comprendía nada. Sin
embargo, sabía que algo en él se desquebrajaba. Había dejado
demasiadas incógnitas en el aire. Su fe siempre había sido un
bastón donde apoyarse, pero se la arrebaté. Horas atrás, tras una
larga conversación telefónica, terminé hiriéndolo al decirle que
no creía en nada y que Amel me aseguraba que él no tenía
conocimiento de Dios alguno.
—Armand, lo siento—susurré
acariciando sus rojizas hebras.
—Si no hay Dios, ¿quién podría
quererme y perdonarme?—murmuró.
—Yo—respondí.
—Tú...—dijo riendo bajo.
—Todos te amamos. Hay miles de
jóvenes que te temen y admiran.
—Eso no es amor—respondió haciendo
acopio de sus pocas fuerzas—. Eso es miedo.
—Tus pupilos—dije tomándolo del
rostro—Y Antoine...
En ese instante agachó la mirada con
sus mejillas ligeramente ruborizadas. Sin embargo, sabía a qué se
refería. Él quería un amor más puro y un castigo digno a todos
sus pecados. Pero para Armand el pecado ya le había marcado y el
tiempo se había cobrado con creces sus tropiezos. No quise
decírselo. Sólo le acogí en mi residencia y le permití contemplar
las hermosas vidrieras que había colocado en uno de los torreones.
Lestat de Lioncourt
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