—Descubrí la maldad del fondo de tu
corazón y la hice mía. Contemplé el orgullo en tus ojos, asimilé
tus sonrisas turbias y caminé con la elegancia de las mujeres que
tanto adulabais. Me convertí ante vosotros en una muñeca perfecta,
pero en realidad estaba tan maldita como las harapientas que usaban
para el vudú. Para vosotros era vuestra hija, pero para la oscuridad
era una asesina más—decía aquello sentada en el elegante sofá de
aquella salita.
Había estado viéndola durante varias
noches en el hospital. Fue terrible para mí volverla a encontrar,
aunque ya sabiéndome menos frágil. Ya no era un humano más, sino
el vampiro que siempre fui. Sin embargo, tenía miedo. Me daba miedo
verla así, tan real. Era ella, jamás dejó de ser ella, y a la vez
no era más que humo, recuerdos y dolor. Quería huir, no escucharla
y abandonarla a su suerte una vez más. Debí haberlo hecho.
Abandonarla la primera vez, dejándola allí moribunda y olvidarme de
su piel pálida y febril. Pero ni antes ni en esos momentos pude
hacerlo. Permanecí de pie apoyado en el marco de la puerta. Crucé
mis brazos a la altura del pecho y dejé que siguiera.
Aquella noche había elegido unas
prendas similares a las que yo había usado en otra época. Los
jóvenes se divertían usando vestimentas estrambóticas, muy
elegantes para mí, y yo recurría a ellas. Llevaba mi levita con
camafeos de las musas y disfrutaba de mi camisa de chorreras. Pero
aquella noche esa ropa me hacía sentirme en otro tiempo, el tiempo
en el cual se fraguó nuestra leyenda y odio.
—Era hermosa, ¿no es así?—dijo
mirándome directamente a los ojos. Un ligero escalofrío recorrió
todo mi cuerpo—. Mis tirabuzones dorados te recordaban a tus rizos
enmarañados, salvajes como la melena de un león, y atados a duras
penas aunque con gracia. Mis ojos, tan profundos y celestes, podían
ser un paraíso envenenado que muchos veían cargados de inocencia,
frágiles lágrimas y terribles tormentos infantiles. Esa voz, esa
que te llamaba con malicia, recitaba los poemas favoritos del inútil
de tu amante—apreté la mandíbula y mis puños. Me sentía
incómodo—. Los dos, tú y él, os convertisteis en unos patéticos
remilgados que buscaban su propia felicidad. Sin embargo, ¿y la mía?
¿Acaso creías que yo era feliz siendo una niña?—preguntó.
—En absoluto—respondí—. Pero, de
forma egoísta, nosotros lo éramos teniéndote a nuestro lado. Te
reteníamos, te apretábamos con las rejas de nuestros dedos, y te
convertimos en presa de nuestros deseos. Jamás pensamos en ti, lo
reconozco. Fue mi culpa, no suya. Hazme el favor de no meter a Louis
en todo esto—ella se echó a reír cuando comprendió que intentaba
alejarla de mon ange, sin embargo era imposible. Deseaba destruirlo,
pero daba gracias que él fuese incapaz de verla, escucharla y poder
tenerla presente como yo la tenía.
—No te dejaré descansar—respondió
antes de desaparecer.
Lestat de Lioncourt
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