Armand y Marius jamás tendrán una vida tranquila y conjunta. Estoy seguro.
Lestat de Lioncourt
Te convertiste en un sueño perdido.
Quizás un milagro que jamás debí aceptar. Dejé que todas mis
esperanzas se convirtieran en cenizas y se esparcieran por el viento,
más allá de nuestros recuerdos y promesas rotas como espejos
malditos. Me transformé en una amalgama de colores en tu paleta, en
una muestra más de tu dotado arte con el pincel y el lienzo,
mientras el mundo yacía a oscuras convirtiéndome en una luz tenue
que rechazaste. Preferías regocijarte en tu rencor, el odio
paupérrimo y las viejas aventuras de un corazón cargado de lastres.
Tal vez yo no era importante. Tan sólo una idílica imagen de un
ángel caído orando por sus pecados. Sí, quizás sólo era eso. Era
parte de tus musas, tu arte, tu legado convertido en fuego y lágrimas
de sangre, que no quisiste recuperar porque las heridas en tu orgullo
y tu ego eran terribles.
Por mí jamás has luchado. Siempre has
sido miserable y deshonesto conmigo. No confiabas en mí. Jamás me
tuviste ese respeto del cual hacías gala y, por supuesto, de forma
ingenua yo me creía. Sí, porque tenías ante ti un niño. Tal vez
un niño salvaje, dotado de alas cubiertas con el incienso del dolor
y la tragedia, pero un niño al fin y al cabo. Tenías ante ti a un
jovencito que moldeaste con mentiras y promesas vacías, regalos
hermosos y olvido. Me olvidaste rápido, aunque se te llena la boca
de clamar mi nombre y decir que aún soy tuyo. ¿Realmente crees que
tú eres mi dueño? No mereces ser mi dueño, Marius.
El maestro de las pinturas me enseñó
a no creerme sus palabras. Ni uno de tus miserables discursos llenos
de hipócrita bondad y milagros falsos como nuestras vidas. No somos
más que ladrones de almas y eso nos condena a un infierno peor que
el bíblico. Quizás odias mi frialdad y en lo que me he convertido.
Tal vez siempre lo fui y tú sólo rascaste un poco la superficie, el
pan de oro de una escultura terrible, y por eso decidiste
abandonarme. Sin embargo, sigo siendo el heraldo que hace la señal
de cruz en medio de una concurrida iglesia, observa al Señor y ruega
por su alma impía. No he dejado de creer en el bien y en el mal. Y
tú, querido maestro, eres el mal porque contaminas mis días amables
con tus mentiras.
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