Armand y su soledad. Todos pasamos por momentos decadentes, pero lo suyo es un continuo.
Lestat de Lioncourt
Jamás he dejado atrás la sensación
de perdida e inconsciencia. Me siento perdido como un niño pequeño,
abandonado por la mano de Dios y, a la vez, contemplando la vida como
un milagro que no comprendo y del cual me siento apartado. ¿Qué más
da? No me siento vivo. Padezco la incomprensión insana de un mundo
destruido. Estoy condenado a mis viejos sentimientos y la sensación
de caer en un colchón cargado de rosas sin pétalos, pero sí llenas
de espinas convertidas en zarzas ardiendo.
Soy eterna escultura con la belleza
iconoclasta de una edad temprana. No poseo la belleza de una mujer,
pero tampoco la de un hombre. Tengo la apariencia de un muchacho con
la mirada de un alma enjaulada en el infierno; el cual se logra
caminando por las ruinas de recuerdos y sueños destrozados. El
mármol de mi corazón se quiebra y de sus grietas surge la luz tenue
de las lágrimas no derramadas. Me he convertido en un monstruo entre
los altos rascacielos de las nuevas metrópolis. Las luces nocturnas,
tan brillantes como las antiquísimas estrellas, difuminan mi rostro
convirtiéndome en un ángel con las alas recogidas. Mis manos
acarician las baldosas de los barrios más desfavorecidos y mis pies,
cansados y heridos por mis malas decisiones, trazan una ruta
peregrina a las vacías iglesias.
Todavía rezo a Dios. Lo confieso. Él
no está aquí caminando conmigo, pero recuerdo las plegarias que mil
veces he entonado. También pienso en los retablos que pinté con
esfuerzo. Quisiera regresar a la inocencia, pero hace tiempo renuncié
a todo menos a mis pecados. Decidí llevar mi propia cruz para
sobrevivir. He viajado por la senda del Diablo, abrazado a la muerte
y danzado junto a ella frente a las ascuas del infierno. No soy un
ángel. Soy un demonio. Y aún así, pese a todo, pongo las manos en
señal de rezo y realizo plegarias para reconfortar mis errores.
Mi escaso aliento, las pequeñas
fuerzas que aún me mantienen en pie, están basadas en mi fe. Una fe
que él sostuvo sobre mis hombros, perfiló con sus dedos sobre mis
húmedas mejillas y hundió en mi pecho con su último beso. No puedo
vivir sin él. No sé vivir sin él. Sin embargo, mi corazón herido
sigue rezando a Dios y mis manos palpan a ciegas un mundo terrible.
Estoy perdido.
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