—¡Y qué se supone que quieres que
haga!—gritó en mitad del abarrotado mercado.
Llevábamos días sin llevarnos algo
caliente a la boca. Sólo teníamos una hogaza de pan duro y una
botella de tinto casi acabada. Hacía más de una semana que habíamos
llegado a una situación extenuante. Me sentía débil. Estaba
acostumbrado a no llevarme nada a la boca durante algunos días, pero
tras una buena jornada de caza al fin conseguía alimentarme, aunque
fuese con un par de conejos. Sin embargo, en París era imposible. La
vivienda se había llevado parte del dinero que mi madre nos había
ofrecido. Al no encontrar trabajo serio, o al menos que nos durara
más de unos días, terminamos mendigando en las calles. Pero no
siempre surtía efecto mis piruetas y su violín.
—Confía en mí—dije acercándome a
él—. Conseguiré algo para que tú puedas tocar en uno de esos
fabulosos teatros.
—Eres un ingenuo—murmuró—. Sólo
toco porque me siento feliz al hacerlo. No hay nada de mágico o
maravilloso en lo que hago.
—Te equivocas—mené la cabeza y lo
tomé del rostro con mis manos. Mis dedos apretaron sus pómulos y
acariciaron sus labios, carnosos y seductores, mientras sus ojos me
miraban con escepticismo—. Provocas que otros sean felices. Eso es
maravilloso.
—Y dime, ¿todos llegan a tener tu
pésimo gusto? Soy mediocre...—dijo con una cansada risa bastante
hiriente, llena de furia contenida y de rabia hacia él mismo—. Ya
lo decía mi padre...
—¿Qué decía?—pregunté.
—Que tú tienes muchos pájaros en la
cabeza y que yo sólo soy un inútil. Acabaremos muertos, pues
desheredados ya estamos—respondió quitando mis manos de encima
suya—. Búscame ese trabajo soñado. Hazlo. Y de paso, porqué no,
consigue uno para ti.
—¡Hombre de poca fe!—exclamé
herido en mi orgullo.
—Hombre no. Demonio, amigo mío. Soy
un demonio y París es mi infierno—susurró dando media vuelta para
perderse por el mercado.
No fui tras él, pues sabía donde
podía encontrarlo. Cuando llegó la noche, y las calles estaban
desiertas salvo por las putas y malhechores, me introduje por el
callejón del modesto edificio donde vivíamos. En la boardilla
sonaba su melancólica visión del mundo. Al abrir la puerta lo
abracé, pero él me apartó. Deseaba seguir tocando.
Había estado celebrando el haber
encontrado trabajo para ambos. Días atrás le habían pedido que
fuese parte de una troupe en un pequeño teatro. Él lo había
rechazado alegando que el mundo le deparaba mejores triunfos que
convivir con una pandilla de fracasados. Pero yo había regresado y
aceptado el trabajo. Mejor eso que morirse de hambre, me dije.
—Hueles a fulana—dijo parando en
seco, para luego mirarme colérico—. ¿Es que no tienes suficiente
con el calor que hallas en nuestra cama? ¿Por qué monsieur
Lioncourt? ¿Por qué? ¡Dímelo!—gritó furioso.
—Eso es secundario. Vengo con buenas
noticias—dije intentando no caerme. Aún estaba ebrio por las
emociones y por el vino—. Tú y yo ya somos parte de ese teatro.
Tocarás allí y luego buscaremos un sitio mejor.
No dijo nada. Tan sólo salió por la
ventana y decidió tocar para París. Pues el tejado era su lugar,
como si su alma fuese la de un gato, y allí rendía culto a la
escasa libertad que en esos momentos poseíamos.
Lestat de Lioncourt
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