Marius se sincera, aunque sólo sea en sus terribles pensamientos frente a su vieja obra: La tentación de Amadeo.
Lestat de Lioncourt
Al fin estoy de nuevo frente a ese
cuadro, el cual parece haber sido pintado ésta misma noche. No se ha
devaluado con el paso de los años, sino que ha tomado un valor
simbólico terrible. Es una de mis últimas obras en Venecia. Puedo
sentir aún el olor de la pintura, el murmullo del pincel rozando el
lienzo y como lo tensé para poder al fin contemplarlo como una de
mis mejores obras. Esas alas, tan espesas y negras, parecen abrirse y
moverse suavemente mientras él mira hacia los cielos. Ese ángel,
tan hermoso y sensual, no es otro que mi Amadeo.
Ya no queda nada de él, o tal vez sí.
No quiero creer que él sigue intacto, con su corazón herido y casi
destrozado por las esperanzas que depositó en mí. Suelo guardar
silencio ante sus quejas, sus reproches, sus miradas llenas de
rechazo y el dolor que puedo contemplar en sus lágrimas. Intento
convencerme que él ha cambiado y que no es el niño que acogí entre
mis brazos, llené de besos y lavé su cuerpo como si fuese ese Dios
cristiano que aún adora a escondidas.
Mi creador está a mi lado, sujetando
mis hombros y apretando ligeramente sus largos dedos sobre mis
cansados huesos. Quiero gritar. Deseo gritar de rabia como aquella
noche donde Santino, junto a sus cobardes aliados, destrozaron mi
sueño y mi mundo. Rompieron todo lo que era, destruyeron mi hermoso
templo de arte y regocijo personal, secuestraron mi corazón y lo
convirtieron en un amasijo de harapos y creencias abominables.
Debería dar media vuelta, marcharme de
éste lugar y olvidarme de los tesoros que estoy contemplando. Al fin
puedo ver mi vida en imágenes. Hay tantas cosas que me
pertenecieron... ¡Demasiadas cosas! Pero ese cuadro, ahí colgado,
me recuerda todos los pecados que he comedio y que, de haber un
infierno, estaría ardiendo durante toda la eternidad. Debería, pero
no quiero. Permanezco inmóvil frente a la imagen colgada en los
gruesos muros de la Orden de La Talamasca en su sede de Londres. Lo
contemplo como si no lo hubiese creado yo, sino un demonio distinto.
Quizás era distinto en aquella época... más inocente... más
vivo... más sincero... más yo.
Sólo queda aceptar que mi conciencia
hable y me diga: “Mírate, Marius, te has convertido en la sombra
del hombre que a tantos asombró. Sólo eres un idiota. No quieres
admitir que te equivocaste. Ni siquiera eres capaz de decir
directamente que lo sientes. Vas a perderlo. Te estás perdiendo a
ti. O más bien ya has perdido a ambos... Idiota. Mael tenía
razón... eres un idiota.”
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