Lestat de Lioncourt
Las palabras dieron paso al silencio y
el silencio a la distancia más terrible. Pero en esa distancia te
tenía cerca, pues podía tenerte entre mis brazos nada más
despuntar el sol. La noche era eterna. Realmente se convertía en
horas imposibles en las cuales la oscuridad se transformaba en
monstruo, uno más sediento que mis propios deseos de sangre, que me
engullía convirtiéndome en un ser extraño y solitario.
Tú has sabido vivir solo. Te he visto
miles de veces caminando por la ciudad aferrado a tus ideales. Yo
sólo era un complemento, un artículo más en tu colección de
amantes, mientras sonreías entusiasmado con la vida, la muerte y tus
extrañas parábolas jamás dichas en el púlpito de una iglesia.
Cuando te conocí era un despojo con los bolsillos llenos de dinero y
el alma cargada de sueños rotos. Ahora, tras tenerte a mi lado,
estoy aún más destrozado porque no he sabido mantenerte junto a mí.
Sé que vienes a verme. Me observas
como si fuese un preciado trofeo en una vitrina. Soy un elegante
maniquí que posa para ti, con esa mirada melancólica y ese aspecto
tan humano. Me has salvado la vida en muchas más ocasiones de las
cuales hemos podido contar, pues creo que ni siquiera tú eres
consciente de ello. Me quedo ante la ventana, intuyo que estás ahí
porque viene a mí tu fragancia dulce y masculina, mientras abro un
libro de poema y recito para ti. Así paso las noches. Te invito a
entrar, y arrancarme de ésta soledad.
Te vi en mitad de la noche, mientras
apagaba la última vela de mi escritorio, y deseé que me abrazaras
como antaño. No sé vivir solo. Aquí, en Nueva York, me siento
perdido. No es igual que Nueva Orleans, nuestras viejas discusiones y
el abrigo de tus miradas. Por favor, rompe éste silencio. Hazlo tú
ésta vez, pues me siento un desgraciado.
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