Lestat de Lioncourt
No pesabas nada. Eras un cadáver con
vida. Te así entre mis brazos y me creí el ángel de la muerte.
Acaricié tus sucios cabellos dorados, los aparté de tu febril
frente y miré tus ojos apagados de cualquier esperanza. Parecías
delirar. Habías estado llorando durante días. Pude oler en ti la
muerte, esa muerte refrescante y penetrante, mientras tu cuello pedía
a gritos que te mordiera. Debía acabar con tu sufrimiento y con la
punzada atroz que sentía en mi corazón. Mi boca tembló. Mis manos
temblaron. Mi cuerpo temblaba. Pero mi alma no. Mi alma parecía
firme, decidida, hecha para esa atrocidad y caí.
Tu cabeza cayó sobre mi hombro
derecho, o quizás fue el izquierdo, mientras tus brazos se
desplomaban y tus dedos, esos pequeños dedos, cedían y olvidaban la
gruesa tela de mi abrigo. Te mecía como quien mece a un bebé.
Observaba tu miserable vida. Podía ver la tristeza en los ojos de tu
madre, así como contemplar su cadáver. Quise gritar, pero la boca
se llenaba de sangre. Era tu sangre, pequeña mía. Bebía de ti como
si fuese de un manantial. Y entonces, cuando me sentía tan cercano a
ti, él apareció como una bestia salvaje pillando de improvisto al
cazador.
Odié su risa. Tan histriónico y
salvaje, tan estúpido y elocuente. Le odié. Odié que descubriera
que él tenía razón. Yo era un monstruo. Él era un monstruo. Los
dos éramos los peores seres sobre la faz de la tierra y tú eras el
ángel. Un pequeño ángel que agonizaba en una cama sucia.
Me convertí en lo que ya era y a ti te
condené a ser amada por dos monstruos que jamás te olvidarán.
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