—Háblame de ti—dije al fin
rompiendo el hielo.
Sus ojos eran tan parecidos a los míos
que me paralizaron. Sentí un profundo amor desde la primera vez que
logré contemplarlo. Era un muchacho atlético, con un porte muy
parecido al de mis hermanos mayores y al mío. Sin duda era hijo mío.
Veía en él todo lo que yo no había logrado ser. Poseía una
esmerada educación, unos modales excelentes y no parecía ser un
joven temeroso de vivir. Era mi viva imagen, como se suele decir
vulgarmente a los parecidos casi exactos entre dos personas. No podía
negar que era mi hijo y él no podía negar que era yo su padre.
—¿Quieres que te hable de mis
estudios?—preguntó jugueteando con el último botón de su camisa.
Había decidido vestir algo más informal, aunque seguía con el
suéter oscuro sobre sus formidables hombros y la camisa era de una
conocida marca de ropa, la cual era bastante exclusiva. No era un
muchacho común. Fareed había hecho de él a un joven disciplinado
en los estudios y sibarita hasta el más mínimo detalle. Su madre le
había dado un amor indecible y un cuidado delicioso al criarlo sin
problemas o miedos, salvo el impedimento que tenía hacia los
espacios cerrados y oscuros.
—De eso podemos hablar más
tarde—susurré—. He podido saber algunas cosas de ti, pues no has
cerrado tu mente para mí—murmuré recostado en aquel elegante y
cómodo sillón del escritorio. Me regodeaba y complacía estar en
una biblioteca tan magnífica. Era la biblioteca francesa de Armand.
Una biblioteca excelsa en hermosos volúmenes de autores clásicos y
obras que han revolucionado el mundo. Mis escritores favoritos
estaban allí y eso me complacía. Aunque también había libros de
medicina, ciencia, filosofía y astronomía.
—¿Qué deseas saber?—murmuró
clavando sus ojos en los míos—. No lo comprendo...
—¿Me odias? Te defraudé al no venir
aquella primera noche, lo sé—me incorporé de inmediato
acercándome a él, para sentarme al lado suya en la silla vacía que
estaba a pocos centímetros de la que él ocupaba—. Viktor, mi
hijo, mi criatura... tú eres parte de mí. Eres algo tan valioso
como especial, pero aún así no he sabido demostrarlo.
—Viniste a la ciudad porque supiste
que estaba en ella, ¿eso no te hace ser un buen hombre?—preguntó
sin malicia. Realmente decía lo que pensaba y era un libro abierto.
Sus expresiones eran similares a las mías y eso era un prodigio de
la genética.
—No lo sé, ¿qué opinión tienes al
respecto?—deseaba tocarlo, pero me contenía. Quería ver si era
real. Necesitaba estrecharlo una vez más, sentir esa colonia fresca
y agradable que solía usar, y percibir la calidez de su cuerpo. Un
joven de diecinueve años, el cual me rebasaba por algunos
centímetros y tenía una constitución mejor formada que la mía a
sus años. Podíamos decir que éramos hermanos.
—Eres el vampiro más famoso de todos
los tiempos. Miles desearían ser hijo tuyo, ya sea de forma genética
o por medio de La Sangre—contestó con elocuencia, para luego
echarse a reír—. Pero te veo y no veo tanta grandeza. Sólo veo a
un hombre que posee una curiosidad innegable y una capacidad
increíble para salir de todos los atolladeros. Eres rebelde y eso me
agrada, pues no me gusta que nadie me imponga sus ataduras o
pensamientos. Cuando leía sobre ti parecías más lejano, como si
nada ni nadie pudiese alcanzarte, y que toda esa grandeza te daba un
aire imposible. Pero no es cierto. Puedes llegar a ser tan similar a
mí como distinto. No eres una leyenda de un libro, sino alguien real
que puedo palpar. No estamos muertos, poseemos un alma y esa alma
tuya es impredecible—me tomó de las manos y las puso en su
rostro—. Somos muy parecidos, ya lo dice siempre Fareed, pero a la
vez somos muy distintos. Ahora somos dos extraños, pero espero que
pronto seamos algo más que un padre y un hijo. Las relaciones con
los padres pueden llegar a ser tensas e imposibles, pero yo no quiero
discutir contigo. No deseo que te alejes de mí ahora que estás a mi
lado. Fareed y tú sois mis padres, pues ambos me habéis dado la
vida que ahora poseo.
Me eché a llorar. Era mi hijo. Un hijo
que debía conocer y proteger, el mismo que estaba enamorado de mi
pequeña Rose. Ambos formaban una pareja encantadora y yo me sentía
hundido en la felicidad, a pesar que aún había cosas que debía
solventar.
Lestat de Lioncourt
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