Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

lunes, 17 de agosto de 2015

Pour Some Sugar On Me

—¡Jamás comprenderás todo lo que siento!—gritó furioso mientras me miraba desde el otro lado de la mesa.

Intentaba controlar mis sentimientos, pero era imposible. En mi interior se libraba una guerra terrible entre lo que debía decir y aquello que deseaba expresar. Él siempre tenía la misma excusa bajo la manga. Decía que no comprendía aquello que sentía, pero era falso. Comprendía bien cada una de sus emociones, sabía leer en sus expresiones y reconocer cuando realmente la pena le asfixiaba.

—¿Realmente lo crees así?—pregunté alzando la vista del periódico.

—¡Así es!—estalló incorporándose de su silla.

Las facciones de su rostro, así como la expresión fiera y erótica de sus ojos, siempre me han parecido dignas del poema “El gato” de Baudelaire. Posee unos ojos de ágata y metal, así como un peligroso aroma que lo cubre provocando que sea elegante y terrible. Las ondulas de su cabello negro caían sobre su exquisita camisa de chorreras negra, la cual tenía unos encajes de rosas muy elaborados. El chaleco de seda verde botella con flores de lis en tono cacería le daban un aire aún más distinguido. Llevaba unos pantalones de vestir que yo mismo le había obsequiado noches antes. Las botas, esas deliciosas botas bajas, de tacón ligeramente alto y puente estrecho las había adquirido en una de las zapaterías parisinas más prestigiosas. Estaba arrebatador. Aquella boca carnosa, ligeramente trémula, mostraba al peligroso enemigo que poseía ante mí y al que llamaba compañero desde el día de su nacimiento.

Siempre me he considerado un sibarita. Admito que lo soy inclusive para elegir a mis víctimas, pero aún más para ofrecerle el Don Oscuro, el regalo siniestro y deseable de la eternidad. No me conformé con algo simple, sino que busqué entre miles al compañero perfecto que secuestrara mi corazón. Me enamoré de él. Reconozco que caí frente a su belleza el primer día que logré contemplarlo. Codicié su aliento, su pose enigmática, el sabor del vino que corría libremente por su garganta y aquellas frases cargadas de simbolismo que pronunciaba alentando a cualquiera a un duelo, una pelea o simplemente a matarlo en un callejón cualquiera.

Comprendía su dolor. Sabía bien qué era lo que ocurría ahora. Estaba celoso, como de costumbre, por todo lo que lograba escuchar sobre mí y sobre mis fanáticos acosadores que me adulaban, imitaban y enardecían como si fuese un santo en mitad de una abarrotada iglesia. Yo era un Dios para miles, aunque seguía siendo el mismo joven intrépido y demente que se exponía a toda serie de riesgos. No había cambiado demasiado. Seguía siendo el mismo pese a mi responsabilidad actual.

—Cálmate, ya estás comportándote como un histérico—dije cerrando el periódico.

—¿Me estás llamando histérico?—lo tenía frente a mí con sus puños cerrados y el mentón apretado.

Me incorporé desabrochando mi chaqueta roja, mi favorita, mientras acomodaba el chaleco negro que llevaba bajo ésta. Mi camisa era más sencilla, pero no así el pañuelo de seda blanco que rozaba mi cuello y mis cabellos dorados, como si fueran hilos de oro, los cuales brillaban con la tenue luz eléctrica de las numerosas lámparas del salón.

—Louis, detente—susurré acercándome a él.

—¿Para qué quieres que me detenga?—preguntó frunciendo el ceño—. ¿Quieres que escuche otras de tus elaboradas mentiras?—frunció el ceño y me miró con esos ojos verdes, tan verdes como peligrosos—. ¡Detén mejor a tus furcias! ¡A todas esas malditas golfas que ríen y aplauden tus gracias! ¡Míralas a todas ellas llenas de deseo porque tú bajes tu bragueta y le concedas el don de tener un hijo tuyo! ¡Maldito seas tú y todos! ¡Malditos sean mis sentimientos!—dijo.

Rompió a llorar. No era nuevo para mí verlo en ese estado. Siempre ha terminado así nuestras discusiones. Él se molesta, yo lo ignoro, termina protestando, deseo consolarlo y huye mientras llora. Pero no permitiría que huyera esa vez. No lo permitiría.

Acabé abalanzándome sobre él, para aplastarlo contra el muro más cercano de mi castillo. Lo acorralé como si fuese un pequeño ratón, para sacar algo de mi bolsillo. Clavé en mi pierna, atravesando mi pantalón oscuro similar al suyo, un par de dosis que Fareed me había hecho llegar, las cuales todavía llevaba en mi chaqueta. De inmediato me corté la lengua. En mi sangre estaba el antídoto a nuestra discusión, a todos los males de nuestra vida en pareja, y éste cayó por su boca calentando su garganta.

Pude escuchar como Amel reía a carcajadas y aplaudía mi idea. Parecía satisfecho con aquella jugada maestra y perversa. Louis de inmediato me besó con las mejillas sonrojadas. La dosis hizo efecto en tan sólo unos segundos. Él se retorcía entre mis brazos mientras mis manos desnudaban su cuerpo.

—Quítate la ropa... —susurró trémulo aferrándose a las solapas de mi chaqueta.

—No necesito quitarme la ropa para satisfacer tus necesidades más pueriles, Louis—susurré cerca de una de sus orejas, para luego dejar suaves besos en sus mejillas y cuello. Él jadeaba completamente perdido.

Sus prendas salían con facilidad y dejaba al descubierto un cuerpo ligeramente tostado por el sol, debido a su exposición a él hacía algunos años, lleno de curvas y con una musculatura muy inferior a la mía. Louis posee una cintura estrecha, aunque quizás es sólo una ilusión debido a la amplitud de sus caderas y a la redondez de sus firmes glúteos. Su miembro estaba sutilmente erecto. Mis uñas, peligrosas como el arma más afilada, acariciaban su sensible piel. Él bajó los ojos y abrió los labios ofreciéndome una imagen extremadamente pornográfica. Sus muslos se abrieron y sus caderas se movieron suavemente.

—Arrodíllate—murmuré empujándolo hacia el suelo, provocando que sus rodillas se flexionaran y su rostro quedara a la altura de mi sexo. Mis testículos empezaban a hincharse, del mismo modo que mi pene se erectaba. Él no dudó en lamer mi glande y lograr que yo gimiera entre suspiros—. Hazlo.

Aquellos labios llenos, tan carnosos y cálidos, me atraparon con un deseo frenético. Su cabeza se movía rápidamente con un ritmo contrario a mis caderas. Lograba entrar por completo en su boca, del mismo modo que salía triunfante. Su lengua arrastraba mi piel, tirando de ésta, mientras mis venas estrangulaban cada milímetro de mi miembro. Él no podía tocarse como le hubiese deseado; pues tenía sus manos en mis caderas, así como las mías sobre sus muñecas impidiendo que las bajara.

A sus pies estaban las prendas que le había ido quitando, pero también mi chaqueta favorita. El calor provocaba que me sintiera agobiado con aquellas prendas de invierno. Fuera la lluvia azotaba los muros del castillo, pero dentro el calor se propagaba con facilidad. Me saqué el pañuelo del cuello, liberando sus manos aunque él no bajó estás de mis caderas. Parecía haber entendido que deseaba ser yo quien proporcionara placer a su cuerpo.

Al tener el pañuelo entre mis dedos lo miré y él hizo lo mismo. Había detenido el movimiento de mis caderas, así como él había parado de succionar mi sexo. Su lengua se paseaba por el glande, rodeándolo suavemente, mientras sus ojos no paraban de apuñalar con deseo a los míos. De inmediato tapé éstos con el pañuelo y lo incorporé girándolo, pegándolo a la pared y penetrándolo con una violencia habitual en mis juegos.

Cada embestida era fuerte y constante. Él gemía como una puta parisina. Sus piernas temblaban, su cuerpo se echaba contra la pared y su rostro estaba perlado de gotas sanguinolentas, así como su espalda y entre sus muslos. Yo también sudaba. El sudor hacía que se pegara el cabello a mi cara.

—Soy tuyo—murmuró con la voz tomada.

—Siempre serás mío y yo seré tuyo.

Él era mi corazón. Si amaba realmente a alguien, además de a mi madre, era a él. Él simbolizaba mi pasado, presente y futuro. Había logrado superar demasiadas dificultades con su imagen rondando mi cabeza, recordándome que debía volver para encontrarlo y tenerlo nuevamente entre mis brazos. Las fuertes y placenteras penetraciones eran sólo un símbolo del deseo insaciable que sentía siempre hacia él.

Louis llegó primero, manchando la pared, y yo llegué tras dos terribles embestidas. Decidí alcanzar la cumbre del placer en su interior, con una mano colocada sobre sus caderas y la otra agarrándolo de sus muñecas. Él tenía la frente pegada a la pared, jadeaba y gemía pese a haber acabado. Su vientre sentía todavía ligeros espasmos y su miembro aún tenía algo de forma.


Tomé la decisión de quitarle la venda, tirando a un lado el pañuelo. Logré que se girara tras salir de su interior. Él me miraba completamente sumiso, esperando que dijera algo a todo lo que había hecho por mí, pero sólo besé suavemente su frente y sus labios.  

No tenía nada que decir. Comprendía su corazón mejor que yo comprendía el mío. Podía notar mis fallos, pero también los suyos. Éramos dos estúpidos condenados a comprendernos demasiado bien, reflejando nuestros miedos y pecados en cada una de nuestras acciones. Él lo sabe, aunque siempre pretende ser indiferente.  

Lestat de Lioncourt

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Lestat de Lioncourt