—¡Jamás comprenderás todo lo que
siento!—gritó furioso mientras me miraba desde el otro lado de la
mesa.
Intentaba controlar mis sentimientos,
pero era imposible. En mi interior se libraba una guerra terrible
entre lo que debía decir y aquello que deseaba expresar. Él siempre
tenía la misma excusa bajo la manga. Decía que no comprendía
aquello que sentía, pero era falso. Comprendía bien cada una de sus
emociones, sabía leer en sus expresiones y reconocer cuando
realmente la pena le asfixiaba.
—¿Realmente lo crees así?—pregunté
alzando la vista del periódico.
—¡Así es!—estalló incorporándose
de su silla.
Las facciones de su rostro, así como
la expresión fiera y erótica de sus ojos, siempre me han parecido
dignas del poema “El gato” de Baudelaire. Posee unos ojos de
ágata y metal, así como un peligroso aroma que lo cubre provocando
que sea elegante y terrible. Las ondulas de su cabello negro caían
sobre su exquisita camisa de chorreras negra, la cual tenía unos
encajes de rosas muy elaborados. El chaleco de seda verde botella con
flores de lis en tono cacería le daban un aire aún más
distinguido. Llevaba unos pantalones de vestir que yo mismo le había
obsequiado noches antes. Las botas, esas deliciosas botas bajas, de
tacón ligeramente alto y puente estrecho las había adquirido en una
de las zapaterías parisinas más prestigiosas. Estaba arrebatador.
Aquella boca carnosa, ligeramente trémula, mostraba al peligroso
enemigo que poseía ante mí y al que llamaba compañero desde el día
de su nacimiento.
Siempre me he considerado un sibarita.
Admito que lo soy inclusive para elegir a mis víctimas, pero aún
más para ofrecerle el Don Oscuro, el regalo siniestro y deseable de
la eternidad. No me conformé con algo simple, sino que busqué entre
miles al compañero perfecto que secuestrara mi corazón. Me enamoré
de él. Reconozco que caí frente a su belleza el primer día que
logré contemplarlo. Codicié su aliento, su pose enigmática, el
sabor del vino que corría libremente por su garganta y aquellas
frases cargadas de simbolismo que pronunciaba alentando a cualquiera
a un duelo, una pelea o simplemente a matarlo en un callejón
cualquiera.
Comprendía su dolor. Sabía bien qué
era lo que ocurría ahora. Estaba celoso, como de costumbre, por todo
lo que lograba escuchar sobre mí y sobre mis fanáticos acosadores
que me adulaban, imitaban y enardecían como si fuese un santo en
mitad de una abarrotada iglesia. Yo era un Dios para miles, aunque
seguía siendo el mismo joven intrépido y demente que se exponía a
toda serie de riesgos. No había cambiado demasiado. Seguía siendo
el mismo pese a mi responsabilidad actual.
—Cálmate, ya estás comportándote
como un histérico—dije cerrando el periódico.
—¿Me estás llamando histérico?—lo
tenía frente a mí con sus puños cerrados y el mentón apretado.
Me incorporé desabrochando mi chaqueta
roja, mi favorita, mientras acomodaba el chaleco negro que llevaba
bajo ésta. Mi camisa era más sencilla, pero no así el pañuelo de
seda blanco que rozaba mi cuello y mis cabellos dorados, como si
fueran hilos de oro, los cuales brillaban con la tenue luz eléctrica
de las numerosas lámparas del salón.
—Louis, detente—susurré
acercándome a él.
—¿Para qué quieres que me
detenga?—preguntó frunciendo el ceño—. ¿Quieres que escuche
otras de tus elaboradas mentiras?—frunció el ceño y me miró con
esos ojos verdes, tan verdes como peligrosos—. ¡Detén mejor a tus
furcias! ¡A todas esas malditas golfas que ríen y aplauden tus
gracias! ¡Míralas a todas ellas llenas de deseo porque tú bajes tu
bragueta y le concedas el don de tener un hijo tuyo! ¡Maldito seas
tú y todos! ¡Malditos sean mis sentimientos!—dijo.
Rompió a llorar. No era nuevo para mí
verlo en ese estado. Siempre ha terminado así nuestras discusiones.
Él se molesta, yo lo ignoro, termina protestando, deseo consolarlo y
huye mientras llora. Pero no permitiría que huyera esa vez. No lo
permitiría.
Acabé abalanzándome sobre él, para
aplastarlo contra el muro más cercano de mi castillo. Lo acorralé
como si fuese un pequeño ratón, para sacar algo de mi bolsillo.
Clavé en mi pierna, atravesando mi pantalón oscuro similar al suyo,
un par de dosis que Fareed me había hecho llegar, las cuales todavía
llevaba en mi chaqueta. De inmediato me corté la lengua. En mi
sangre estaba el antídoto a nuestra discusión, a todos los males de
nuestra vida en pareja, y éste cayó por su boca calentando su
garganta.
Pude escuchar como Amel reía a
carcajadas y aplaudía mi idea. Parecía satisfecho con aquella
jugada maestra y perversa. Louis de inmediato me besó con las
mejillas sonrojadas. La dosis hizo efecto en tan sólo unos segundos.
Él se retorcía entre mis brazos mientras mis manos desnudaban su
cuerpo.
—Quítate la ropa... —susurró
trémulo aferrándose a las solapas de mi chaqueta.
—No necesito quitarme la ropa para
satisfacer tus necesidades más pueriles, Louis—susurré cerca de
una de sus orejas, para luego dejar suaves besos en sus mejillas y
cuello. Él jadeaba completamente perdido.
Sus prendas salían con facilidad y
dejaba al descubierto un cuerpo ligeramente tostado por el sol,
debido a su exposición a él hacía algunos años, lleno de curvas y
con una musculatura muy inferior a la mía. Louis posee una cintura
estrecha, aunque quizás es sólo una ilusión debido a la amplitud
de sus caderas y a la redondez de sus firmes glúteos. Su miembro
estaba sutilmente erecto. Mis uñas, peligrosas como el arma más
afilada, acariciaban su sensible piel. Él bajó los ojos y abrió
los labios ofreciéndome una imagen extremadamente pornográfica. Sus
muslos se abrieron y sus caderas se movieron suavemente.
—Arrodíllate—murmuré empujándolo
hacia el suelo, provocando que sus rodillas se flexionaran y su
rostro quedara a la altura de mi sexo. Mis testículos empezaban a
hincharse, del mismo modo que mi pene se erectaba. Él no dudó en
lamer mi glande y lograr que yo gimiera entre suspiros—. Hazlo.
Aquellos labios llenos, tan carnosos y
cálidos, me atraparon con un deseo frenético. Su cabeza se movía
rápidamente con un ritmo contrario a mis caderas. Lograba entrar por
completo en su boca, del mismo modo que salía triunfante. Su lengua
arrastraba mi piel, tirando de ésta, mientras mis venas
estrangulaban cada milímetro de mi miembro. Él no podía tocarse
como le hubiese deseado; pues tenía sus manos en mis caderas, así
como las mías sobre sus muñecas impidiendo que las bajara.
A sus pies estaban las prendas que le
había ido quitando, pero también mi chaqueta favorita. El calor
provocaba que me sintiera agobiado con aquellas prendas de invierno.
Fuera la lluvia azotaba los muros del castillo, pero dentro el calor
se propagaba con facilidad. Me saqué el pañuelo del cuello,
liberando sus manos aunque él no bajó estás de mis caderas.
Parecía haber entendido que deseaba ser yo quien proporcionara
placer a su cuerpo.
Al tener el pañuelo entre mis dedos lo
miré y él hizo lo mismo. Había detenido el movimiento de mis
caderas, así como él había parado de succionar mi sexo. Su lengua
se paseaba por el glande, rodeándolo suavemente, mientras sus ojos
no paraban de apuñalar con deseo a los míos. De inmediato tapé
éstos con el pañuelo y lo incorporé girándolo, pegándolo a la
pared y penetrándolo con una violencia habitual en mis juegos.
Cada embestida era fuerte y constante.
Él gemía como una puta parisina. Sus piernas temblaban, su cuerpo
se echaba contra la pared y su rostro estaba perlado de gotas
sanguinolentas, así como su espalda y entre sus muslos. Yo también
sudaba. El sudor hacía que se pegara el cabello a mi cara.
—Soy tuyo—murmuró con la voz
tomada.
—Siempre serás mío y yo seré tuyo.
Él era mi corazón. Si amaba realmente
a alguien, además de a mi madre, era a él. Él simbolizaba mi
pasado, presente y futuro. Había logrado superar demasiadas
dificultades con su imagen rondando mi cabeza, recordándome que
debía volver para encontrarlo y tenerlo nuevamente entre mis brazos.
Las fuertes y placenteras penetraciones eran sólo un símbolo del
deseo insaciable que sentía siempre hacia él.
Louis llegó primero, manchando la
pared, y yo llegué tras dos terribles embestidas. Decidí alcanzar
la cumbre del placer en su interior, con una mano colocada sobre sus
caderas y la otra agarrándolo de sus muñecas. Él tenía la frente
pegada a la pared, jadeaba y gemía pese a haber acabado. Su vientre
sentía todavía ligeros espasmos y su miembro aún tenía algo de
forma.
Tomé la decisión de quitarle la
venda, tirando a un lado el pañuelo. Logré que se girara tras salir
de su interior. Él me miraba completamente sumiso, esperando que
dijera algo a todo lo que había hecho por mí, pero sólo besé
suavemente su frente y sus labios.
No tenía nada que decir. Comprendía
su corazón mejor que yo comprendía el mío. Podía notar mis
fallos, pero también los suyos. Éramos dos estúpidos condenados a
comprendernos demasiado bien, reflejando nuestros miedos y pecados en
cada una de nuestras acciones. Él lo sabe, aunque siempre pretende
ser indiferente.
Lestat de Lioncourt
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