Lestat de Lioncourt
Es complicado amar. Tan complicado que
jamás he aprendido a saborear realmente el momento. Jamás he tenido
la oportunidad de disfrutar la dicha de retener ese sentimiento, el
cual se ha convertido en humo entre mis dedos. El amor es deleznable
cuando comprendes que puede ser un castillo de naipes. Una noche
tienes todo, pero a la siguiente sólo son llamas en la lejanía. Las
cenizas de los que amé las llevo sobre mi cabello, como una corona
de espinas, mientras junto las manos en los cavernosos pasillos de mi
soledad.
He cambiado demasiado, pues ya no queda
rastro de ese joven inocente que cantaba por las calles de Venecia.
El vino quedó sin sabor, las viandas ya no me son apetecibles y los
corazones humanos son deleznable en muchas ocasiones. No hay belleza.
No encuentro la inspiración para relatar la bondad de un mundo lleno
de mentiras, salvo si tenemos que reducirnos a la tecnología y los
avances científicos que tanto llaman mi atención.
Me he convertido en un ángel apático
que comulga en la línea del bien y del mal, jugando a ser bondadoso
y despiadado según me convenga al mover mis peones. Observo el mundo
desde mi privilegiado diván y suspiro por conocer al ser que se
arriesgue, de todo corazón, a quedar capturado entre mis brazos.
Pero ya no tengo remedio. He olvidado por completo lo que es tener
ese atisbo de esperanza.
Seré la estatua a la que reza su
próxima víctima. Haré un duelo con Dios y un pacto con el Diablo
que yace escondido en cada fibra de mi ser. Rezaré por mí, por la
muerte y la vida. Brindaré con cada sorbo de sangre y lloraré
cuando llegue la mañana, como tengo costumbre.
Nueva York, 2012
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