Antoine tiene algo que me recuerda a Nicolas, más allá de su pasión por la música. Quizás porque sabe lo que es vivir entre la miseria, como yo también lo hice.
Lestat de Lioncourt
Nunca estamos envueltos en completo
silencio, pues podemos escuchar nuestra propia respiración y el
ligero murmullo de las almas que yacen en la metrópolis que nos
rodea. El mundo ya carece de la belleza de antaño, pero posee su
propio aroma. Es el aroma de la nicotina, el humo de los tubos de
escape, el aceite sucio de los restaurantes de comida rápida, las
colonias de imitación, el plástico y dinero. Del mismo modo tiene
un sonido característico. Recuerdo perfectamente cada detalle de la
época en la cual me tocó nacer. Olía a sudor, lágrimas, alcohol,
pan recién hecho, orín y sexo. El barrio donde vivía era una
pocilga donde pocos sobrevivían. El olor era nauseabundo. Había
vivido en una ciudad llena de belleza, pero había bajado al infierno
como si me hubiesen arrancado las alas. El sonido era insufrible por
las noches, y el olor a orines insoportable cuando despuntaba el día.
Ahora es distinto.
Bajo las hermosas apariencias de las
ciudades existen ratas de alcantarilla como lo fui yo, personas que
no tienen nada que llevarse a la boca salvo sus propias miserias.
Antes se conocían con nombres y apellidos, pero ahora son sólo un
borrón. Muchos de ellos hacen música con sus palabras desconsoladas
buscando llamar la atención, intentando conseguir un par de monedas
o un trozo de pan que llevarse a la boca. Hay quienes agudizan el
ingenio, o poseen una cultura excelsa pese a su situación, y tocan
hasta bien entrada la noche. Se convierten así en los músicos de
los desarrapados, los ángeles en el infierno de ésta sociedad llena
de mentiras y podrida por las apariencias.
Suelo caminar por los barrios más
conflictivos. Algunos están demasiado aislados, pero ya no es por
seguridad sino para evitar contemplar la realidad. Ciegan al
ciudadano y convierten sus corazones en piedra. Suelo ir porque me
gusta sacar mi adorado violín. Toco allí, compadeciéndome por
ellos, para luego ofrecerles un par de billetes. Alguno, los más
enfermos, tienen en mí su último abrazo. Bebo de ellos, les doy el
final que merecen. Es mejor morir a manos de un vampiro que a manos
del frío del invierno.
La luna se alza entre los altos
edificios del centro, el aire fresco camina entre las hojas de los
árboles de los parques cercanos, las aceras se convierten en mi
palacio y mis zapatos hacen una música celestial sobre las baldosas
grises. Bajo mi brazo derecho llevo el violín, mi arma más letal, y
mis manos están en los bolsillos de mi chaqueta. Voy buscando sangre
sucia, para nada inocente, o la de aquellos que están a punto de
perder cualquier esperanza. Muchos se fijan en la bestia que camina
como un chiquillo, pero nadie conoce cuan sediento puedo estar. Mis
colmillos ya tiemblan, la sed se agudiza, el deseo es terrible y a la
vez disfruto con los pequeños detalles que nadie observa. Camino
todos los días desde las zonas más elegantes hasta los suburbios.
Allí me esperan.
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