Lestat de Lioncourt
No siento aprecio por nada. Observo los
escaparates y veo muñecas, muñecas muy similares a mí, y las
aborrezco. Detesto mis hermosas botas de charol, los caros trajes
llenos de encajes y los refinados tocados de lazos perfectos. Odio
contemplarme al espejo con mis encantadores rizos dorados, los cuales
adornan de manera excesiva mi dulce cara de niña. En mis ojos no hay
inocencia, sólo el vacío de cualquier ilusión. He perdido la
esperanza.
La poesía antes me alimentaba,
resultaba un bálsamo para mis heridas y me mantenía despejada.
Ahora parece que la locura me lleva y me irrita. Me ahogo en mis
propias desdichas y sonrío, pues todos desean a una perfecta muñeca
a la cual besar, adular y agasajar con sus mejores obsequios. No me
interesan los libros, ni las muñecas y tampoco las bonitas cintas
que pueden colocar en mis cabellos. Tengo otros intereses mucho más
adultos. Necesito comprender el mundo desde otra perspectiva, pero no
puedo. Ellos me lo impiden.
Suelo observarlos. Me coloco en el
balcón y los contemplo caminando por la calle. Van a la ópera, al
teatro, a caminar sin más por el barrio luciendo sus mejores
vestimentas y sonríen a las damas que suspiran por ellos. Ellos, mis
padres. Todos mueren por querer estar a su lado, para luego irse al
otro mundo con una tonta sonrisa en sus labios. Louis es más
sencillo, su mente es manipulable, pero Lestat no lo es. Lestat posee
una privilegiada mente para el mal, sin embargo está borracho de
felicidad.
Yo soy una arpía. Reconozco que soy un
monstruo. Deseo agarrarlos a ambos y decapitarlos como a muchas de
mis muñecas. Pero el rencor, la ira, el dolor, el saber que siempre
seré así hace que no me baste eso. Quiero verlos sufrir. Necesito
que sufran.
Soy mala, lo sé, pero las niñas malas
también suelen ser mujeres perversas, instruidas e inteligentes.
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