Nicolas y sus ganas de fastidiar vuelven a la carga. Ahora padece éste castigo Louis.
Lestat de Lioncourt
Regresé junto a quien siempre será mi
calvario, pero también la tormenta agradable que agita mi ser. Él
es el único que comprende cada fibra de mi alma y que retuerce mis
sueños convirtiéndolos en deseos apasionados, libres y temibles.
Intento tener paciencia y no dejarme llevar por el corazón, pero es
inútil. Realmente él provoca que sea un hombre distinto y luche
contra la fiera que duerme callada esperando sus caricias. Me he
convertido en mendigo de sus discursos improvisados, palabras
elocuentes aunque llenas de sueños imposibles y de recuerdos. Esos
mismos recuerdos que compartimos pese a querer alejarnos el uno del
otro, pero es imposible.
Si he vuelto a su lado es porque creo
que es mi lugar. Sin embargo, cuando llegué aquella noche a ese
castillo, el cual parecía desértico, escuché las bellas notas de
un entregado violín. Supuse que podría ser él, pues en alguna
ocasión había tocado aquel glorioso instrumento de locos, bohemios
y perdidos. Caminé por diversos pasillos, adentrándome en la
penumbra más absoluta, y giré el pomo de la biblioteca. No era su
corazón el que latía tras aquellos gruesos muros, levantados con
arduo esfuerzo, y tampoco era su aroma el presente en aquella sala,
sino alguien distinto.
Frente a mí se apareció una figura
menuda, de caderas suaves y proporcinadas, cintura estrecha, espalda
delicada y largos cabellos ondulados de un tono similar al mío.
Tenía el pelo suelto, cayendo en cascada, rozando su hermosa camisa
de chorreras cuyas mangas eran de encaje. Esas prendas ya no se hacen
como antes, no tienen el poder que poseían en nuestra época. Poco a
poco se convirtieron en disfraces y ropa de coleccionista. Sin
embargo, él la lucía como si estuviese adherida a su piel. Sus
dedos eran largos, como las patas de una araña, y se movían rápidos
pellizcando las cuerdas y, en ocasiones, rasgando el arco contra
éstas. Sus piernas estaban envueltas en unos pantalones antiguos,
que ni siquiera yo había usado alguna vez, y unas botas similares a
las que tanto amaba Lestat. Sin duda, era la moda clásica que él
había vestido mucho antes de conocernos, antes de la Revolución
Francesa, y en éstas tierras inhóspitas donde el viento es el único
que clama.
Se giró rápido, provocando que un
golpe de aire cerrara la pesada puerta que había detrás de mí, y
entonces pude ver su rostro. Esos ojos café oscuro, con esos hilos
dorados, tenían un marcado odio hacia mí, hacia el lugar donde se
hallaba, pero también una amargura insondable. Sus finos rasgos,
pese a ser masculinos, le daban un toque de muñeco perfecto. Parecía
una de las marionetas de un teatro de pesadilla, pues poseía la
belleza de un ángel y la presencia terrible de un demonio. Noté una
energía pesada, oscura y tan densa que me oprimía el pecho. Su
sonrisa era cruel, pero sus dientes parecían perlas. Tenía la
frente ligeramente despejada, pues algunos mechones habían caído
con gracia sobre ésta. Sus perfectas cejas castañas, casi negras,
parecían haber sido cinceladas pelo por pelo.
El violín seguía sonando y él se
movía hacia mí. Sus pasos no sonaban al principio, pero luego
escuché a la perfección el tacón de la bota repicando como las
campanas del infierno. Tuve miedo. Sabía quién era y qué era en
ese momento. Él era Nicolas de Lenfent, un fantasma enloquecido,
sediento quizás de una venganza que no tuvo en su momento. Me miraba
furioso y yo fruncí el ceño, me abracé a mí mismo y rogué a un
Dios en el que ya no creía. Quise gritar el nombre de Lestat, pero
no salían mis palabras. Me sentí impactado por su demoníaca
presencia.
—Dile que he venido y vendré cada
noche. Tenemos una conversación pendiente desde hace siglos—dijo—.
Dile que ésta vez no huya.
Quería hablar, pero no podía. Me lo
impedía el miedo, aunque hice un esfuerzo atroz tragando saliva e
intentando responder.
—¿Ésta vez?—pregunté al fin.
—Sí, a los dos—contestó justo
antes de desvanecerse.
Sin embargo, la música seguía
sonando. Una música terrible. El violín se movía frenético y
giraba a mi alrededor, pero entonces, como si nada hubiese ocurrido,
cesó y también se evaporó. Todo, incluso sus ropas, eran pura
ilusión. Creí haberme vuelto loco, hasta que escuché los gritos de
Lestat al otro extremo del pasillo, sus rápidas pisadas y sus
palabras de preocupación.
—¡Louis! ¡Louis! ¡Dime que no te
ha hecho nada! ¡Louis! ¡El castillo está infectado con su
presencia! ¡Louis!—dijo abriendo la puerta, para atravesar la
habitación y estrecharme.
Los libros cayeron de sus estantes,
como si desearan sepultarnos, y entonces noté que ese aroma, denso y
extraño, desapareció. Era olor a hollín y tierra mojada, como si
un demonio hubiese estado llorando junto a una hoguera. De inmediato
recordé un lugar del cual había escuchado por boca y palabras
escritas de Lestat: El lugar de las brujas.
—No te separes de mí... abrázame
fuerte... —fue lo último que dije antes de desplomarme.
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