Lestat de Lioncourt
—¿Por qué tocas ahora el violín y
no el piano?—dijo a mis espaldas.
Había estado afinando mi instrumento
para el recital de la noche. Todas las noches, sin faltar una, tocaba
junto a Sybelle. A veces la acompañaba sentado al piano, tocando a
dúo, pero mi lugar era con el violín. Me había convertido en el
nuevo violinista inmortal.
—Porque con el violín conmoví tu
alma y porque Sybelle es mucho mejor que yo con ese
instrumento—respondí con una ligera sonrisa, sin girarme para
verlo.
Podía ver su menuda figura en el
reflejo del espejo que cubría parte de la pared. Allí de pie, con
aquellos encantadores rizos pelirrojos, parecía un niño perdido
buscando un hogar en cualquier brazos. Se había equivocado demasiado
al abrazar a quien no merecía la pena.
—¿Crees realmente que conmoviste mi
alma?—preguntó arrugando la frente y juntando sus finas cejas.
—Al menos te convencí—solté una
carcajada mientras me giraba, para enfrentarlo.
—Te dejé vivir por mera
curiosidad—chistó.
—¿Por qué eres así?—pregunté
acercándome a él sin miedo alguno.
—¿Cómo?—dijo mostrando un brillo
de curiosidad en esos ojos pardos, tan bonitos como amargos.
—Tan temeroso.
Tomé su rostro entre mis manos y
acaricié con mis pulgares sus mejillas. Esos ojos castaños me
hablaban de dolor, sueños rotos, miseria, miedos y hambre. Tenía
hambre de amor. Un amor que nunca había logrado tocar, y que veía
como una estrella fugaz demasiado lejana y brillante. Me incliné
sobre él y lo besé. Mis labios tocaron los suyos con cariño y
necesidad. Mi beso acabó siendo apasionado.
Lo amaba. Amaba su forma de ser extraña
y curiosa, lleno de tormentos y esperanzas. Veía al hombre como una
alimaña que sólo sabía destruir, como un ser oscuro y grotesco,
porque también se veía él así. Nosotros éramos destructivos,
fuésemos mortales o inmortales, y sólo comprendía que teníamos
maldad y la maldad nos convertía en un cáncer terrible para todos.
Para él, que había llevado a Cristo
en su corazón y lo rechazó por los manjares humanos, era difícil
de comprender la dualidad. Era todo o nada. Luz u oscuridad. Una
oscuridad tremenda como fue la que vivió tras el fuego que condenó
a los que tanto amó, tras ver como el humo ennegrecía el arte que
él alabó. Se aferró al símbolo de Satanás, a la serpiente que
reptaba por el tronco del árbol y el dolor de su veneno hecho fe.
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