Lestat de Lioncourt
—Déjame—dijo acomodándose el
peinado.
Había cortado su pelo hacía poco.
Tenía un corte llamativo, muy común en esa época, que en ella
quedaba demasiado bien. Podía contemplar perfectemente su largo
cuello de cisne, de piel blanca y carne suave. Su aroma era
delicioso. Cuando se perfumaba solía quedarme cerca de ella,
aspirando su aroma como si fuese una flor, mientras mis manos se
deslizaban bajo sus faldas cortas e insinuantes.
—Déjame—repitió arrugando su
frente, frunciendo así sus cejas negras perfectamente delineadas.
—Qué risa...—susurré cerca de su
nuca, dejando que mi aliento erizara su piel.
Tenía los pechos turgentes, aunque no
demasiado grandes. Sus caderas eran amplias, pero su cintura
estrecha, y le daba una hermosa figura similar al de una guitarra.
Creo que había logrado captar la belleza de su padre, Julien
Mayfair, en esos ojos azules y profundos. Tenía una mirada de fiera
increíble y nadie cuestionaba que sus palabras eran firmes, aunque
todos creían que estaba algo perdida.
—Impulsor... —su respiración se
hizo agitada cuando logré bajar sus medias, así como su ropa
interior, provocando que mis fantasmagóricos dedos se introdujeran
dentro de su vagina.
Tan sólo tenía dieciocho años, pero
ya nos conocíamos demasiado bien. Habíamos jugado demasiado al gato
y al ratón. Éramos viejos conocidos de gemidos y arañazos, así
como de súplicas y sábanas arrugadas. Ella entrecerró los ojos sin
perder detalle a su rostro en el espejo, el cual dejó de mostrar
serenidad para ser reflejo de su pecaminosa alma. Sus labios,
pintados con un apasionado rojo, se abrieron mostrando sus pechos
dientes. No dudó en abrir bien sus piernas y dejar que mis juegos
prosiguieran.
Sus manos, pequeñas y cálidas,
acabaron sobre sus propios pechos oprimiéndolos. Sentía que el aire
se le escapaba, que no podía contenerse, y soltó un terrible
gemido. Con firmeza la arrojé al suelo y le abrí las piernas, para
introducir mi miembro fantasma en ella abarcándola por completo. Su
clítoris dilató y sus rodillas temblequeaban, como toda su figura,
mientras rogaba que la rompiera por la mitad.
Durante varios minutos sus gemidos
aumentaron en número, pero también se elevaron en sonido, su
espalda hacía hueco con el suelo y sus caderas se alzaban. Sus manos
oprimían cada vez más sus senos, los cuales fueron liberados
abriendo los botones de su rebeca y rasgando su blusa. Los botones se
diseminaron por la habitación rodando de un lado a otro, rebotando y
cayendo incluso bajo la cómoda. Su sujetador de encaje negro, tan
delicado y llamativo, terminó sobrando mientras ella lo bajaba para
mostrar sus redondos y duros pezones.
—Lámelas, lámelas... hazme sentir
tu lengua—rogó con los ojos obnubilados por el placer y la voz
tomada por la lujuria.
No dudé en apretarlos con mi boca,
provocando que gritara de deseo, mientras sus manos se aferraban a mi
cabello. Ella podía verme perfectamente. Contemplaba al hombre bien
vestido, de cabello oscuro y ojos claros que tan bien conocía. Podía
sentir el vello de mi rostro contra la aureola de su pezón, así
como el peso de mi cuerpo inmaterial. Y yo, como no, me sentía más
vivo y dichoso complaciendo a mi bruja.
Stella, oh mi Stella... ¡Cuánto
extraño esos juegos!
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