Fareed y Seth son una pareja singular. Me agrada que existan personas que quieren saber sobre el pasado para mejorar el futuro. Y bueno... se ve que "coordinan" bien.
Lestat de Lioncourt
Había dejado en su recámara, donde
solía pasar largas horas en la noche leyendo e indagando por la red
de redes, un sobre con los resultados genéticos se había logrado
realizar gracias a la generosa ayuda de Gregory. Aquel vampiro
milenario, fuerte, educado y lleno de historias que aún no había
narrado, ni siquiera a mí en la intimidad, me había permitido tomar
muestras de su piel, saliva y sangre para comprarla con otros
vampiros y, sobre todo, con Seth.
Siempre rondó en mi cabeza la
posibilidad de parentesco entre ambos. Seth tenía su porte, pero
poseía la delicadeza de rasgos que tuvo su madre. Desde que él se
presentó ante Lestat, como hijo legítimo y biológico de Akasha,
provocó que muchos giraran su rostro hacia la envidiable figura del
sosegado guerrero Nebamun. Ella jamás amó a Enkil como pareja, sino
como un hermano, y sus vínculos sentimentales con aquel guardián
fueron revelados sin tapujos.
El sobre contenía una larga lista de
resultados, no sólo vinculados al ADN, y una carta donde le
explicaba que él era su padre. Su padre estaba vivo, se había
convertido en un mutante gracias a los caprichos de su madre. Había
permanecido en silencio, sin conocer con certeza si la criatura que
Akasha llevó en su vientre, durante miles de años. Incluso
permaneció sin decir nada el día que ella decidió hacerlo
inmortal.
Por eso mismo vino a mí, a mi pequeña
habitación, donde mantenía el contacto con el resto del mundo, con
mis científicos y doctores, con una sonrisa de satisfacción. Era la
primera vez en mucho tiempo que sonreía de ese modo. Sus ojos
oscuros parecían tener luz propia. Sus labios, carnosos y
seductores, comenzaron a moverse para repetir una y otra vez la
palabra “Gracias” en su idioma natal.
Él me había enseñado a leer, hablar
y escribir en egipcio. Disfrutaba explicándome cada uno de sus
conceptos. Por eso mismo, Seth, me hablaba de ese modo con la euforia
de un niño. Era mi regalo de Navidad atrasado por algunos días,
pero también lo era el de Gregory. Ambos podían respirar aliviados
con la firme convicción que eran familia. Una familia que iba más
allá del vínculo de la sangre y la sospecha.
Me incorporé y salí de detrás de la
mesa. Él seguía hablando y moviendo sus manos. Siempre me han
hipnotizado sus manos de dedos largos. Acomodé mi bata metiendo mis
manos en los bolsillos, intentando evaluar el momento, para
finalmente sacarlas y tomarlo del rostro besándolo. Mi lengua cálida
se introdujo en su boca, aún más ardiente. Él no me rechazó, sino
que colocó sus brazos alrededor de mis hombros apoyando sus brazos
desnudos sobre éstos.
Sólo iba con un pantalón amplio, de
lino blanco, que resaltaba su piel bronceada. Había decidido tomar
el sol, hacer como otros tantos, y darle un color atractivo a sus
rasgos por siempre jóvenes, de un muchacho de no más de veinte
años. Sus pezones estaban algo más cafés, quedando resaltados
frente a su piel ligeramente achocolatada. Su vientre, firme y
ligeramente marcado, me atraía tanto como su torso y sus hombros.
Sin pudor coloqué mis manos sobre el cinto del pantalón, para
recorrerlo lentamente hasta el cierre. Sólo era un nudo, un pequeño
lazo, que desaté. Hice que la prenda cayera y mostrase su miembro
ligeramente duro.
—Hazme tuyo...—dijo al separar mi
boca de la suya.
Fui hacia el mueble cercano, para abrir
la pequeña puerta que daba a un frigorífico minúsculo. Allí había
una nueva inyección, la cual lograba mayor prolongación de la
excitación sexual y un tiempo menor de reacción. Tomé una dosis
para mí, así como para él. No dudamos en probarla. Seríamos los
conejillos de indias.
Amé a Seth nada más verlo la primera
vez. Caí seducido por sus rasgos y su forma de desenvolverse. Sin
embargo, acabé profundamente seducido la primera vez que ambos
logramos estar unidos, entre las sábanas revueltas de una habitación
y con la única compañía de una lamparilla de noche a media luz.
Su habitación no estaba lejos.
Usualmente dormía con él, salvo las mañanas que terminaban siendo
inquietas porque unos resultados no eran favorables. El trabajo a
veces me absorbía, pero él comprendía la necesidad que tenía de
querer sanar el mundo. Era nuestra misión y legado.
Cuando entramos en ella comprobé que
había encendido velas aromáticas, regado pétalos de flores en la
cama y logrado un ambiente erótico casi desconocido para mí. Era un
hombre de ciencias, pero él tenía el corazón de un poeta. Con
calma me senté en la cama recostándome sobre el colchón y él cayó
sobre mí.
Sus labios no tardaron demasiado en
hacerse notar sobre mi cuello, mientras él me desnudaba. En menos de
un minuto estaba desnudo, con él sobre mi torso deslizando su lengua
y sus manos acariciando mi miembro. El calor se convirtió en llamas,
comenzando a arder en el interior de mi cuerpo como en el suyo, y sus
caderas empezaron a moverse como si fuera una serpiente de cascabel.
Quedé allí, sobre el mullido colchón,
mientras él bailaba rozando sus duros, y redondeados, glúteos sobre
mi vientre y miembro. Sus cabellos, con aquel corte de príncipe
egipcio, se movían suavemente por el ritmo que poseía su pelvis.
Mis manos viajaron sus muslos, desnudos de vello así como gran parte
de su figura, mientras él dejaba las suyas sobre mis pectorales
apretando mis pezones contra las palmas.
Sentía mi cabeza hundirse en los
cómodos cojines envueltos en satén azul pavo real e hilo de oro.
Mis sensaciones se perdían gracias al confort, placer y los aromas,
pero también a sus canciones. Él empezó a cantar para mí en un
tono bajo y sensual. Su vientre se movía erótico, del mismo modo
que sus caderas. Para su pueblo los músicos estaban bien
considerados, pues la música estaba relacionada con grandes
celebraciones religiosas y festivas. La música intercedía ante los
dioses y los sentimientos.
Su miembro, como el mío, estaba
completamente erecto cuando guardó silencio y se sentó en los pies
de la cama. Sin demasiado preámbulo lamió el glande, lo rodeó con
sus labios y engulló todo el miembro introduciéndolo hasta mis
testículos. Movía su cabeza de forma que me hizo perder el hilo de
mis pensamientos. Coloqué mis manos sobre sus cabellos, tirando de
ellos, mientras dejaba que mis gemidos fuesen libres. Y, cuando me
tenía a su merced, se subió sobre mí nuevamente, tomó mi pene y
lo llevó a su entrada. Con un sólo movimiento rápido, y
desesperado, se penetró.
De nuevo comenzó a bailar sobre mí,
pero con mi sexo en su interior. Sus jadeos, gemidos y súplicas cada
vez tenían mayor fuerza y violencia. Aquello me hizo salir de mi
pasividad, tomando el control. Lo arrojé contra la cama y empecé a
penetrarlo con un ritmo aún más fuerte. Él gemía mi nombre y me
miraba con necesidad. Duramos de ese modo algunos minutos, los cuales
estuvieron llenos de arañazos, mordiscos y palabras llenas de
pasión. Nunca nos decíamos palabras sucias, pero sí nos
alentábamos a conquistar el paraíso.
Al acabar caí agotado sobre su torso,
algo más estrecho que el mío, y sus manos quedaron sobre mis
omóplatos, los cuales estaban cubiertos de marcas que iban
cerrándose. Empapados en sudor sanguinolento, lágrimas de placer y
satisfacción empezamos a sentir que el sueño venía. Sin embargo,
antes de caer en el otro mundo, en el mundo de los sueños, habló.
—Tengo un padre...—susurró riendo
bajo—. Y un gran amante... —añadió tras un hondo suspiro—.
Sólo queda que me des un hijo... como a Lestat.
Al despertar no le pregunté por ese
deseo, pues él tampoco comentó nada al respecto. Aunque sí llamó
a Gregory y estuvo al teléfono por más de dos horas. No paraba de
hablar sobre una reunión importante para todos, al menos para los
más cercanos, pues quería celebrarlo. Deseaba que todos supieran
que el ciclo se había cerrado y las dudas volado.
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