Concuerdo con varias cosas de Rhoshmandes en su relato. Es decir, acepto que ella era hermosa y provocaba pánico, también que no comprendo del todo como pudo dejar a tantos viejos vampiros vivir. Quizás no era tan cruel, tan sólo deseaba hacerse entender y eso, sin duda alguna, pesa en mi conciencia. No sé si en la suya también.
Lestat de Lioncourt
Estaba allí, en plena oscuridad,
rodeado de un hedor insoportable. Mi túnica celeste se había
manchado con la suciedad de aquella bodega. Mis ojos se estaban
acostumbrado a la oscuridad, y, por supuesto, mataba por un poco de
agua o vino. Tenía calor en aquella húmeda pocilga y mis manos
temblaban por el nerviosismo. Los grilletes eran pesados, pero eso no
era lo peor. No me importaba llevar grilletes, aunque sí desconocer
el rumbo de mi propio navío y lo que había sucedido con mis
hombres, animales y diversa carga que había transportado a lo largo
del Mar Egeo. Ya no era la pérdida económica, sino la de mi orgullo
y libertad.
Tuve un mal presentimiento al salir de
Creta, pero intenté dejarlo atrás. No me gustaba ser agorero ni
menospreciar mis ofrendas a los dioses. Sin embargo, había caído en
manos de unos seres que habían aparecido en plena noche, arrebatado
el timón a mi mejor marinero y acorralado a los restantes hombres,
diez en total, con una facilidad pasmosa. Aquellos elegantes caballos
que iban a trotar por las calles de Roma, los que yo mismo había
elegido sabiamente, los había escuchado caer por la borda. El barco
se movía rápido en la noche, pero durante el día parecía
estancado.
Llevaba dos días de viaje sin saber
dónde y porqué, tampoco cuánto íbamos a tardar en llegar a donde
quisiera que fuese. Mis pensamientos más amargos, los más terribles
de todos, se encendía como una antorcha en la oscuridad. La misma
antorcha que me quemaba y me hacía gemir de dolor. Me lamentaba, lo
reconozco, y despreciaba mi destino. Hubiese querido perecer esa
misma noche cuando entraron en mi alcoba, me sacaron de mi cama y me
lanzaron mis vestiduras en la celda de los esclavos. Los mismos
esclavos que habían muerto minutos antes, con los cuales compartía
calvario siendo ya apestosos cadáveres.
Allí, alejado del mundo consciente,
tuve una revelación. Dos jóvenes bajaron hacia donde me encontraba.
Por las prendas supe que no era un pueblo que yo conociese como la
palma de mi mano. Sin embargo, sus rasgos me eran llamativos e
incluso ligeramente atractivos. Poseían una belleza mágica y sus
cuerpos estaban dotados de una musculatura excepcional. Tenían la
piel tostada por el sol, pero también por su raza, y poseían unos
ojos profundos llenos de angustia, soberbia, verdad y miedo. Era una
mezcla exquisita que agradecí. Si eran ellos los que debían
ejecutarme que lo hicieran rápido, pues parecían diestros por como
sostenían las espadas. No sufriría más agonía.
Sin embargo, sólo abrieron la celda y
me hicieron caminar a su lado. Subí por la estrecha escalera hacia
la superficie del barco y bajé hasta tierra firme. Allí una hilera
de antorchas marcaban el camino hacia mi nueva prisión. Pero lo que
hallé fue la bienvenida de un príncipe o un Dios. Dentro de una
construcción excelsa, alta y con detalles extraños en los muros,
los cuales después apreciaría que era escritura egipcia, habían
mujeres deseosas de complacerme en todos los sentidos.
Comí, bebí y sentí la calidez de sus
manos limpiando el hedor del sudor, el orín y la muerte. Me
limpiaron como si fuese un tesoro y me dieron el placer que sólo un
hombre puede conocer a la perfección. Cuando salí del baño me
ataviaron con prendas de lino y oro, también me colocaron sobre la
cabeza agua de flores que perfumaron mis cabellos, y por último
calzaron mis pies con unas sandalias de cuero nuevas.
Esa noche pasé de ser un mártir a
convertirme en un guerrero, a ser de nuevo lo que había dejado de
ser por unos meses. Lo fui gracias a Akasha, que me convirtió en un
proscrito a la luz del sol y mi nombre, el nombre que jamás rechacé,
sonó con fuerza entre vítores y alabanzas: Rhoshmandes.
Siempre sería su hijo, pero no soy
lacayo. Algo de mí la amaría hasta el final, aunque jamás de forma
ciega. La admiraría por su poder, sin embargo la temí por su nula
capacidad de comprender el mundo y sus verdaderas necesidades.
Aprecié su belleza, del mismo modo que ella apreció la mía. Me
convertí en hombre libre cuando huí de ella, aunque bien pudo
matarme... Nunca comprenderé porque jamás se alzó en mi contra.
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