Lestat de Lioncourt
Estaba allí de pie con aquella ropa
tan moderna, similar a la de cualquier joven de diecisiete años,
observando la ciudad con cierta curiosidad. Tenía las manos
colocadas sobre el grueso cristal y contemplaba el tránsito como si
fueran hormigas. Creo que dentro de él se debatía el deseo de la
sangre por mero placer, por gozo supremo, y no por sed. Sus ojos
castaños estaban ligeramente cerrados, pero aún así el reflejo del
cristal los mostraba enormes y profundos. Tenía sus hermosos
cabellos de fuego cortos, pues había decidido que esa noche no se
mostraran con su longitud correspondiente. Poseía un rubor extraño
en sus mejillas, síntoma de haberse alimentado de más, y sus labios
parecían más llenos que nunca.
La camiseta celeste con alas blancas en
la espalda, esponjosas y bien definidas, se la había obsequiado como
regalo navideño. En realidad sólo había sido amable, pero él lo
tomó como un gesto de amor infinito. Quizás lo hizo porque hasta
ese momento nadie le había regalado nada, salvo silencio y frías
mentiras. Por un momento olvidé las noches en vela, sus
insoportables quejidos y lamentos, el despertador sonando cada pocos
minutos y las cintas de vídeo en el microondas a punto de explotar.
Sí, lo había olvidado. Creo que lo hice porque se supone que en
éstas fechas debemos dejar las diferencias a un lado, aunque parece
absurdo. Debería ser todo el año, pero la falsedad de una bonita
sonrisa no dura demasiado.
Creo que los jeans los había comprado
él, aunque conociéndolo no habría pagado por ellos. Sería de
cualquiera de sus víctimas. A veces prefería obviar esos detalles.
No quería pensar que llevaba la ropa de un muerto. Y, las
deportivas, eran unas clásicas converse azul y blancas, con el
típico logotipo y suelas antideslizantes.
—Son tus primeras navidades a mi
lado...—dijo jugando con sus dedos sobre el cristal—. No te he
comprado nada. Creí que no te gustaría celebrar éstas fechas...
—Cómprame una botella de whisky
cara, ponle un lazo y sorpréndeme—comenté levantando mi vaso
corto y cuadrado, de fondo grueso, con un par de hielos y un poco de
whisky que él mismo me había servido nada más llegar.
Él se giró mirándome con cierta
inocencia, intentando averiguar si me burlaba o lo decía seriamente.
Creo que se llevó una sorpresa cuando comprobó que no era una
broma, sino algo que sentía. Me conformaba con un poco de alcohol
para poder mantenerme entre la locura y la cordura, para poder
escribir.
Rápidamente, sin que yo lo previese,
vino hacia mí echándose a llorar. Me abrazó con fuerza, aunque no
con su fuerza real. Sino con una presión típica de un niño lloroso
que parecía necesitar que lo abrazaran, sosegaran y le hiciesen
sentirse cómplice o parte de algo. Manchó mi camisa blanca con sus
lágrimas, pero no me importó. En aquellos días nada me importaba.
No solía vestir con decencia, mis camisas siempre estaban arrugadas
porque dormía con la ropa del día anterior y seguía con ella hasta
pasado el medio día. Hice que se subiera sobre mis piernas y
acaricié sus cortos cabellos pelirrojos.
Era hermoso. Incluso con el rostro
lleno de lágrimas rojizas. Estaba condenado a no entenderlo, ni a
que me entendiera, pero lo amaba. Juro que aún lo amo. Algo en mí
provoca que lo ame aunque no pueda soportarlo demasiado tiempo.
—Te amo—dije muy bajo mientras
hundía mi rostro en su tierno y tibio cuello—. A mi modo, extraño
y singular, te amo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario