Julien y Richard... ¿de dónde salen éstos nuevos textos? ¿Acaso encontraron nuevas memorias que no fueron quemadas?
Lestat de Lioncourt
Lestat de Lioncourt
—Eres un canalla—sus labios color
carmín, seductores y atrevidos, lanzaron esa acusación al aire
rompiendo el silencio incómodo.
Había visto como una mujer atractiva
salía de mi despacho. Tuvo que contener su rabia, su dolor, su
resignación y el sentir que mi corazón no era exclusivo para sus
delicadas manos. Mi mujer no era la única que se encontraba con el
dolor de ser despreciada, pues así se sentían siempre cuando
comprendían que amaba jugar a múltiples bandas.
—Define canalla—contesté
acomodándome en mi silla.
Apretó con fuerza el bolso, el cual
pensé que terminaría siendo lanzado a mi cabeza. El mismo bolso que
yo le había comprado, como un pequeño detalle a su disfraz de mujer
decente, y que parecía arder bajo las palmas de sus manos.
—Eres bajo—balbuceó intentando no
romper a llorar—. Tus actos te delatan. No tienes principios.
No pudo contenerse. No pudo resistirse.
Tuvo que decirlo. Dijo las palabras que tanto conocía. Mis
principios... tenía principios. Tenía grandes y loables principios.
Era leal a mi familia y la familia necesitaba de mis trucos sucios,
de mis vínculos, de mis devaneos porque eso les haría grande.
Quizás parecía una locura, pero en el mundo de los negocios tienes
que conquistar algo más que mercados.
—Sí tengo principios—dije apoyando
mis muñecas sobre el borde de mi escritorio.
Sobre él había importantes
documentos, algunos eran escrituras de plantaciones que acababan de
cederme gustosamente. Aquella viudita alegre, esa mujer satisfecha y
contenta con mis juegos, se había dejado llevar por la necesidad de
tener un amante como yo. Pensaba que mis negocios la harían
enriquecerse, por eso me había cedido sus tierras a cambio de
pertenecer a varios de mis acuerdos de exportaciones.
Claro que ella poco sabía que esos
terrenos se revalorizarían y se convertirían en una zona lujosa.
Veía allí, en aquel infierno de algodón, algo más que una
plantación. Veía edificios administrativos, centros comerciales y
numerosas viviendas. Vendería ese pedazo de terreno en unos meses,
cuando lograra revalorizarlos gracias a “El hombre”.
—¡Cuáles!—gritó.
—No lo entenderías—contesté
levantándome, para luego salir de detrás del despacho y tomar su
frágil cuerpo entre mis zarpas.
Temblaba como un junco. Sus brazos,
finos y eróticos, estaban tiritando de rabia y dolor. Del mismo modo
que temblaba su alma. Entonces, y sin importarle nada, se echó a
llorar destruyendo su perfecto maquillaje.
—Disfrutas generando riqueza sin
importarte el dolor de otros. Humillas tu alma vendiéndola al
infierno—chistó entre sollozos.
—El infierno no existe y si existe
está en las calles de ésta ciudad—afirmé.
Con violencia giré su fina figura,
pegando su espalda a mi torso, mientras mis manos iban abriendo sus
prendas. Los botones caían, las cremalleras cedían y pronto su
sujetador quedó a la vista. Lencería fina, la misma que yo exigía
siempre.
—He ofrecido mi corazón a un ser
despreciable—sus lágrimas no me detuvieron, ni permitieron que sus
muslos no se abrieran cuando levanté sus faldas—. No eres fiel.
—Soy fiel—susurré a su oído.
—¡Tienes cientos de amantes para
consolar tu apetito!—gritó provocando que lo arrojara sobre la
alfombra.
—No los amo—contesté sacándome el
cinturón, pues estaba dispuesto a hacérselo allí mismo—. Mi
corazón es tuyo.
—No te creo—dijo intentando
cubrirse.
—Richard...
Se levantó, casi tropezando por culpa
de sus elevados tacones, se cerró el vestido como pudo y salió de
allí. Intentó tener la cabeza alta, alejarse del monstruo que había
logrado envenenar su sangre y su alma, pero esa misma noche se abría
como flor nocturna gimiendo para mí. Él no sabía que la vestía de
muñeca para desnudar su cuerpo, pues me gustaba vestir de loba a
Caperucita para permitirle que disparara, cual cazador, a mi corazón.
Me sobraban los motivos para ser
canalla.
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