Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

martes, 26 de enero de 2016

Permite

Fareed ha revolucionado el mundo de los vampiros en muchos aspectos... Sobre todo a Avicus.

Lestat de Lioncourt


Había ido a la biblioteca. No buscaba nada importante. Sólo quería deleitarme observando los gruesos, diferentes y llamativos cantos de los libros encuadernados a mano que poseía Gregory. Aquella hilera de conocimiento la reconocía con echar un vistazo. Sabía bien cual era el lugar de cada uno de ellos, los autores, las líneas más amables de cada obra y los ensayos más extraños sobre criaturas extrañas, tanto o más que nosotros, que pueblan el mundo. Era como un amazona cargado de hermosas plantas cargadas de un saber ancestral, cuyas raíces iban más allá del alma del autor y la propia historia.

Necesitaba encontrarme con mi mayor placer. Quería vincularme a cada hoja de papel, dejarme llevar por cada sofisticada línea y beber de la tinta de los recuerdos. Sí, quería leer, pero también quería soñar despierto que los personajes de los libros tomaban forma y se paseaban, como no, por la amplia biblioteca con hermosos frescos celestiales. La lámpara central, de tela de araña y lágrimas de cristal de bohemia, tenía una luz poderosa, pero también poseía una inconfundible belleza.

Nada más entrar comprobé que no estaría solo. Él estaba allí contemplando una de las repisas. Sus largos y finos dedos se movían rápidos por los tratados de filosofía, pero también por los poemas de autores clásicos griegos y por las numerosas obras de teatro de la antigüedad. Parecía nostálgico, como si algo le faltara. Su estrecha espalda, pese a su marcada musculatura, parecía soportar el peso del mundo entero, al igual que Atlas.

Flavius siempre vestía togas, túnicas sencillas y ropa moderna muy cómoda. Creo que, al igual que todos, necesitaba encontrarse consigo mismo aunque fuese en el interior de nuestro hogar. Gregory nos había permitido ser sus invitados eternos, convivir codo con codo sin altercados y sentirnos dichosos de estar unos con otros. Él parecía siempre pensar en ella, su creadora, y en divagar si se encontraba sola o acompañada. Amaba a la mujer que lo había creado igual que a una madre, una hermana o una gran amiga.

Me aproximé a él sin decir nada. Estaba ensimismado, pero sabía que yo estaba allí. No iba a tomarle por sorpresa que lo rodeara con mis brazos, echándolos por la cintura, mientras dejaba un pequeño beso en el recodo derecho de su cuello. Él no dijo nada, ni siquiera se movió, pero su rostro pareció iluminarse y sus ojos se cerraron permitiendo que lo estrechara con mayor firmeza. Me aferraba a él como un águila a su presa. Mis dedos, mucho más gruesos y toscos, levantaron su corta toga y acariciaron su vientre firme. Cerca de su ombligo dejé unas suaves caricias, para luego erizar su vello al tocar más allá del inicio de su miembro.

Nosotros habíamos logrado tener un nivel hormonal similar al de los hombres jóvenes, robustos, sanos y mortales. Fareed seguía investigando para que todos nosotros gozáramos de nuestros impulsos primarios. Por mi parte, claro está, él despertaba cientos de impulsos que no podía controlar y que, por supuesto, no quería.

Mi mano comenzó a masturbarlo suavemente. Mis dedos apretaban su ligeramente rosado glande, jugando con éste y el pequeño orificio, mientras mi lengua se deslizaba por la piel de su cuello y mi respiración agitaba la suya. Acabé llevando la mano a su boca, hundiendo los dedos entre sus labios y acariciando su lengua húmeda. Él gemía bajo y pegaba sus glúteos a mi bragueta. Sin pensarlo, sin dejarle reaccionar siquiera, lo agarré del cabello y lo empujé contra la repisa. Algunos libros cayeron al suelo, pero en ese momento no me interesó cuales de los ejemplares pudiesen ser. Sus caderas se movían levantando su trasero, incitando aún más que levantara por completo la toga, y sus labios carnosos jadeaban mi nombre en un coro delirante.

Tiré de él, arrastrándolo del pelo hasta el diván, y lo arrojé de espaldas a mí. Allí, abierto de piernas y al borde del mueble, me subí mi túnica y entré. Él gritó aferrándose a los cojines y al borde del asiento. No me importó. Mis manos abrieron con fuerza sus glúteos y penetré con un ritmo lento, pero violento. Cada arremetida era un suplicio. Entraba buscando su punto de placer, ese que le hiciese vibrar como una hoja al viento o una flor en medio de una tempestad. No dudé en empezar a azotar sus nalgas, arañar su espalda y tirar con fuerza de su pelo recordándole que yo estaba dominando su cuerpo, pero también su alma. Un alma que estaba atormentada por el placer que generaba mis ásperas y sucias caricias.

Su miembro rozaba el terciopelo verde botella del hermoso mueble, el cual parecía ceder en cada estocada. Un miembro que encontraba de ese modo alivio, pues cuando fue a tocarse le tomé el brazo y lo retorcí en su espalda. Y así estábamos, con su brazo retorcido a la altura de sus caderas y mis manos apoyadas en él mientras aumentaba el ritmo, ofreciéndole la mejor de las torturas.

—Más... más... —empezó a pedir.

En ese momento, cuando sus súplicas se elevaron al cielo, salí para girarlo y dejarlo de espaldas al diván. Coloqué ambas piernas, de muslos calientes y blanquecinos, rodeando mis caderas mientras alzaba las suyas. Mi glande rozó su entrada y él gimió mi nombre, cerró los ojos y aceptó la siguiente arremetida. Sin embargo, no esperaba que tomara el cinto de mi túnica y le rodeara el cuello, apretando suavemente su garganta. El ritmo se elevó, sus gemidos ligeramente asfixiados se precipitaban como una súplica surgida de los infiernos hacia los cielos, y finalmente, con sumo placer, me vertí en su interior. Sus músculos habían atrapado con fuerza mi sexo, apretándolo deliciosamente, pues él había llegado también al final de esa tortura llena de placer y lujuria.

Después, sin que él lo esperara, me aparté liberándolo y dejándolo exhausto. Sus ojos estaban entrecerrados, su boca abierta como la de un pez fuera del agua y sus manos temblorosas quisieron acariciarme. Pero yo le tenía preparada otra caricia más erótica y sensual. Acerqué mi miembro, manchado por mi semen, a su boca y lo introduje lentamente. Él no dudó en lamerlo mirándome a los ojos. La punta de su lengua recogían las últimas gotas, disfrutando de ese sabor amargo y ligeramente salado.

—Eres mejor que cualquier lectura—dije apartándome, para colocarme bien la ropa—. Un buen esclavo en la cama.


Flavius sólo sonrió incorporándose, para pegarse a mi torso, alzar sus brazos hasta mis hombros y besar mi mentón. Para mí, para un hombre que había vivido en guerra y soledad miles de años, tenerlo cerca significó un oasis y ahora, que podemos tener todo ésto, se ha convertido en pura lujuria que calma mi sed.  

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Gracias por su lectura

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Lestat de Lioncourt