Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

jueves, 4 de febrero de 2016

Rompiendo ángeles

Memorias terribles de Marius y Amadeo. No apto para aquellos con mentes frágiles.

Lestat de Lioncourt

Hay pecados que no deben conocerse y otros, que sólo con alzar la vista, los observas sobre el lienzo cálido que envuelven la figura que anima cada alma. Inmiscuirme en los secretos ajenos, colándome por las rendijas de sus almas y manipular sus mentes como si fueran un desastroso cajón, no es un recurso que suela utilizar. Realmente suelo contemplar el pecado bajo mis propias manos, aunque para mí el pecado no inflige regla divina alguna. ¿Quién puede creer en los dioses? Sólo un ingenuo creería que algún dios, fuese quien fuese, les condenaría por gozar de la vida.

Introduje su joven, delicado y pequeño cuerpo en aquella bañera. El agua tibia cubrió su torso hasta la franja de sus pequeños y redondeados pezones. Mis manos, rápidas y sensibles, recorrieron su frente despejando diversos cobrizos mechones. Aquel muchacho, que recogí de aquella sucia alcantarilla de hombres sin alma, estaba agraciado con el rostro de un ángel de Botticelli. No tenía más de dieciséis años, pero no se había doblegado ante nadie. Se aferró a su inútil fe para sentirse tocado por la gracia divina cada día que sobrevivía al hambre, la humedad y frío de su celda, los golpes propinados por los puños desnudos de sus captores y las lascivas caricias de los degenerados que le visitaban. Quedé fascinado nada más encontrarlo entre la podredumbre, pero aún más cuando despejé su rostro y lo limpié con un trozo de paño de baño.

Sus ojos casi no reflejaban luz alguna. Alguien se había encargado de apagar sus esperanzas, pero parecía recobrar la consciencia gracias al calor de aquella bañera, las esencias que había vertido en ella y mis delicadas caricias. Mis dedos se deslizaban por su rostro, palpando cada pedazo de éste, para bajarlas sin pudor hasta su torso y de su torso a sus caderas, ligeramente marcadas por una cintura sinuosa y algo femenina, mientras abría sus muslos y acariciaba con esmero su sexo.

Él terminó accediendo alzando sutilmente sus caderas y mirándome como cualquier concubina, lascivo y entregado, mientras deslizaba la punta de su lengua sobre sus carnosos y pecaminosos labios. Esa boca, tímida que repetía salmos bíblicos, me sonrió ligeramente aturdido y excitado. Metí mi mano derecha entre sus piernas, bajando por su escroto hasta la puerta de sus placeres. Allí, donde la espalda pierde su título y comienza esos redondeados montes, encontré la entrada al pecado llamando con mi dedo corazón.

Ese largo dedo palpó su estrecho orificio, pulsó hacia el interior y abrió sus paredes haciéndose hueco en ellas. Él no emitió sonido alguno, ni siquiera un pequeño quejido, pero sí mostró su conformidad con una pequeña risotada. Su sexo crecía entre los dedos de mi otra mano, mientras estos se resbalaban gracias al agua y la espuma de los geles usados. Su respiración se entrecortó bruscamente, los jadeos comenzaron y pronto fueron los gemidos cuando un dedo pasó a ser dos, y dos a tres. Pulsaba con fuerza el epicentro de sus tormentos y placeres, desatando en él algo que parecía dormido, o quizás muerto, logrando que recitara el nombre de Dios como un niño en mitad del coro de una iglesia. Su voz se elevaba como la de un castrado, dulce y desesperada.

Finalmente dejó que su dolor, el martirio de tantos días, se consumiera como una vela al dejar fluir su pecado manchando su vientre y el agua que le había bautizado. Pues, en silencio y con premura, le cambié el nombre a Amadeo. Sin su consentimiento, sin su conocimiento. Él sería amado por mí, un Dios hedonista cubierto de pecado.

Una vez fuera de la bañera, de pie frente a mí, sequé su cuerpo con cuidado y besé tiernamente sus labios. Limpié su espalda con perfumes, coroné en su cabeza unas gotas también, y lo envolví en una toalla amplia y suave de color blanco, como la nieve y la espuma de los mares. Luego, sin pronunciar palabra, lo llevé a mi alcoba y lo arrojé a mi cama.

Él quedó de espaldas al colchón, observando el dosel bordado y las hermosas columnas de la cama talladas por los mejores artesanos venecianos. Había frescos en el techo que recordaban a las escrituras bíblicas que tanto amaba, así como santos que quizás desconocía. Sonrió para mí, emborrachado por la ternura y el amor que creía que yo le ofrecería, cuando entonces caí sobre él como una pesada sombra anudando sus muñecas, colgándolo de uno de las columnas y maniatando también sus piernas.

De espaldas a mí, con el torso pegado a la madera e izado como una bandera en un mástil de barco de vela, escuchó como el látigo de mi cinto, que hasta aquel entonces estuvo en silencio, rugió chasqueando en el aire y luego en su piel. Esa divina piel limpia y perfumada, la cual comenzó a ser marcada como de mi propiedad.

Sus gritos eran de horror, pero pronto sintió fascinación a sentir mi lengua acariciar sus heridas y beber cada gota de su sangre. El placer fue terrible cuando permití que mis manos pellizcaran con rudeza y lascivia, sobre todo lascivia, sus pezones. Se movía salvaje, como un animal acorralado, pero era porque el dolor comenzaba a ser demasiado placentero. Sus pies colgaban fuera del colchón, su rostro acariciaba los surcos de la columna y sus lágrimas se perdían entre sus revueltos cabellos. El sabor de su sangre poseía miles de historias, a cual más terrible, y al penetrar en el laberinto de su mente pude observar como intentaron domesticar a aquella fierecilla. Nadie lo había logrado antes.

Su espalda estaba marcada, aunque lograba que cicatrizara al colocar algunas gotas de mi sangre. Si bien, acabé pegándome a él, pegando mi torso envuelto en aquella levita borgoña contra su espalda, para deslizar mis labios por su nuca, susurrando palabras terribles mientras mi látigo se enroscaba en su garganta. Con un movimiento rápido le corté la respiración, incliné su cuello hacia la izquierda, aparté algunos mechones de ese pelo tan similar a los ardientes infiernos de mi chimenea, y clavé mis colmillos en un pequeño espacio libre del trenzado cuero. Bebí un largo trago, para luego soltarlo y permitir que respirara.

Quedé contemplándolo, con aquellas marcas cerrándose tras mi temible beso inmortal, mientras se movía por espasmos similares a los de una carpa fuera del agua. El mango de mi látigo había terminado introducido en su orificio y su boca, tan carnosa y complaciente, gimió para mí un segundo orgasmo.


Aquella noche, ese pequeño miserable, se convirtió en mi ángel caído y yo en un Dios terrible que le ofrecía placer en mitad del dolor, la rabia y el miedo. Convertí a un ave del paraíso divino, un beato que dibujaba en retablos un Dios tan falso como cualquier otro, en un demonio retorciéndose en un juego con mayor estrategia que cualquier partida de ajedrez.  

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Gracias por su lectura

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Lestat de Lioncourt