Memorias terribles de Marius y Amadeo. No apto para aquellos con mentes frágiles.
Lestat de Lioncourt
Hay pecados que no deben conocerse y
otros, que sólo con alzar la vista, los observas sobre el lienzo
cálido que envuelven la figura que anima cada alma. Inmiscuirme en
los secretos ajenos, colándome por las rendijas de sus almas y
manipular sus mentes como si fueran un desastroso cajón, no es un
recurso que suela utilizar. Realmente suelo contemplar el pecado bajo
mis propias manos, aunque para mí el pecado no inflige regla divina
alguna. ¿Quién puede creer en los dioses? Sólo un ingenuo creería
que algún dios, fuese quien fuese, les condenaría por gozar de la
vida.
Introduje su joven, delicado y pequeño
cuerpo en aquella bañera. El agua tibia cubrió su torso hasta la
franja de sus pequeños y redondeados pezones. Mis manos, rápidas y
sensibles, recorrieron su frente despejando diversos cobrizos
mechones. Aquel muchacho, que recogí de aquella sucia alcantarilla
de hombres sin alma, estaba agraciado con el rostro de un ángel de
Botticelli. No tenía más de dieciséis años, pero no se había
doblegado ante nadie. Se aferró a su inútil fe para sentirse tocado
por la gracia divina cada día que sobrevivía al hambre, la humedad
y frío de su celda, los golpes propinados por los puños desnudos de
sus captores y las lascivas caricias de los degenerados que le
visitaban. Quedé fascinado nada más encontrarlo entre la
podredumbre, pero aún más cuando despejé su rostro y lo limpié
con un trozo de paño de baño.
Sus ojos casi no reflejaban luz alguna.
Alguien se había encargado de apagar sus esperanzas, pero parecía
recobrar la consciencia gracias al calor de aquella bañera, las
esencias que había vertido en ella y mis delicadas caricias. Mis
dedos se deslizaban por su rostro, palpando cada pedazo de éste,
para bajarlas sin pudor hasta su torso y de su torso a sus caderas,
ligeramente marcadas por una cintura sinuosa y algo femenina,
mientras abría sus muslos y acariciaba con esmero su sexo.
Él terminó accediendo alzando
sutilmente sus caderas y mirándome como cualquier concubina, lascivo
y entregado, mientras deslizaba la punta de su lengua sobre sus
carnosos y pecaminosos labios. Esa boca, tímida que repetía salmos
bíblicos, me sonrió ligeramente aturdido y excitado. Metí mi mano
derecha entre sus piernas, bajando por su escroto hasta la puerta de
sus placeres. Allí, donde la espalda pierde su título y comienza
esos redondeados montes, encontré la entrada al pecado llamando con
mi dedo corazón.
Ese largo dedo palpó su estrecho
orificio, pulsó hacia el interior y abrió sus paredes haciéndose
hueco en ellas. Él no emitió sonido alguno, ni siquiera un pequeño
quejido, pero sí mostró su conformidad con una pequeña risotada.
Su sexo crecía entre los dedos de mi otra mano, mientras estos se
resbalaban gracias al agua y la espuma de los geles usados. Su
respiración se entrecortó bruscamente, los jadeos comenzaron y
pronto fueron los gemidos cuando un dedo pasó a ser dos, y dos a
tres. Pulsaba con fuerza el epicentro de sus tormentos y placeres,
desatando en él algo que parecía dormido, o quizás muerto,
logrando que recitara el nombre de Dios como un niño en mitad del
coro de una iglesia. Su voz se elevaba como la de un castrado, dulce
y desesperada.
Finalmente dejó que su dolor, el
martirio de tantos días, se consumiera como una vela al dejar fluir
su pecado manchando su vientre y el agua que le había bautizado.
Pues, en silencio y con premura, le cambié el nombre a Amadeo. Sin
su consentimiento, sin su conocimiento. Él sería amado por mí, un
Dios hedonista cubierto de pecado.
Una vez fuera de la bañera, de pie
frente a mí, sequé su cuerpo con cuidado y besé tiernamente sus
labios. Limpié su espalda con perfumes, coroné en su cabeza unas
gotas también, y lo envolví en una toalla amplia y suave de color
blanco, como la nieve y la espuma de los mares. Luego, sin pronunciar
palabra, lo llevé a mi alcoba y lo arrojé a mi cama.
Él quedó de espaldas al colchón,
observando el dosel bordado y las hermosas columnas de la cama
talladas por los mejores artesanos venecianos. Había frescos en el
techo que recordaban a las escrituras bíblicas que tanto amaba, así
como santos que quizás desconocía. Sonrió para mí, emborrachado
por la ternura y el amor que creía que yo le ofrecería, cuando
entonces caí sobre él como una pesada sombra anudando sus muñecas,
colgándolo de uno de las columnas y maniatando también sus piernas.
De espaldas a mí, con el torso pegado
a la madera e izado como una bandera en un mástil de barco de vela,
escuchó como el látigo de mi cinto, que hasta aquel entonces estuvo
en silencio, rugió chasqueando en el aire y luego en su piel. Esa
divina piel limpia y perfumada, la cual comenzó a ser marcada como
de mi propiedad.
Sus gritos eran de horror, pero pronto
sintió fascinación a sentir mi lengua acariciar sus heridas y beber
cada gota de su sangre. El placer fue terrible cuando permití que
mis manos pellizcaran con rudeza y lascivia, sobre todo lascivia, sus
pezones. Se movía salvaje, como un animal acorralado, pero era
porque el dolor comenzaba a ser demasiado placentero. Sus pies
colgaban fuera del colchón, su rostro acariciaba los surcos de la
columna y sus lágrimas se perdían entre sus revueltos cabellos. El
sabor de su sangre poseía miles de historias, a cual más terrible,
y al penetrar en el laberinto de su mente pude observar como
intentaron domesticar a aquella fierecilla. Nadie lo había logrado
antes.
Su espalda estaba marcada, aunque
lograba que cicatrizara al colocar algunas gotas de mi sangre. Si
bien, acabé pegándome a él, pegando mi torso envuelto en aquella
levita borgoña contra su espalda, para deslizar mis labios por su
nuca, susurrando palabras terribles mientras mi látigo se enroscaba
en su garganta. Con un movimiento rápido le corté la respiración,
incliné su cuello hacia la izquierda, aparté algunos mechones de
ese pelo tan similar a los ardientes infiernos de mi chimenea, y
clavé mis colmillos en un pequeño espacio libre del trenzado cuero.
Bebí un largo trago, para luego soltarlo y permitir que respirara.
Quedé contemplándolo, con aquellas
marcas cerrándose tras mi temible beso inmortal, mientras se movía
por espasmos similares a los de una carpa fuera del agua. El mango de
mi látigo había terminado introducido en su orificio y su boca, tan
carnosa y complaciente, gimió para mí un segundo orgasmo.
Aquella noche, ese pequeño miserable,
se convirtió en mi ángel caído y yo en un Dios terrible que le
ofrecía placer en mitad del dolor, la rabia y el miedo. Convertí a
un ave del paraíso divino, un beato que dibujaba en retablos un Dios
tan falso como cualquier otro, en un demonio retorciéndose en un
juego con mayor estrategia que cualquier partida de ajedrez.
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