Que te vaya bien...
Te lo dedica Petronia y Arion.
Lestat de Lioncourt
Su cuerpo se desplomó como si fuese
una pesada escultura de piedra contra el pavimento. El cabello del
muchacho se desplazó por su frente y rozó sus oscuras y espesas
cejas. Su piel pálida ahora lo era mucho más y sus ojos estaban
vidriosos debido a cientos de lágrimas que no logró derramar. El
cristal de sus gafas se quebró por el impacto mientras estas eran
despedidas lejos de su cara. La gabardina negra envolvía como un
sudario todo su cuerpo y sus botas llenas de fango al fin se detenía
tras los últimos espasmos. Estaba muerto. No había ni una gota de
sangre. Literalmente no quedaba nada de él. Era un cascarón vacío
que comenzaba a enfriarse sobre el suelo empedrado de aquella
estrecha calle peatonal. La luz de neón del tugurio del que había
surgido aún iluminaba sutilmente el callejón, y posiblemente lo
haría toda la noche hasta bien entrada la madrugada.
—No has tenido paciencia con el
muchacho—dijo una profunda voz masculina tras su estrecha figura.
El monstruo que lo había matado
permanecía a su lado observándolo. Miraba su cuerpo como si fuese
un montón de desperdicios y se preguntase en qué contenedor debía
echar cada resto. ¿Sólo a los restos orgánicos o lo desnudaba para
tirar la ropa al contenedor para caridad? Tal vez, sólo tal vez. Sus
pensamientos eran un misterio para él y para su compañero.
—No puedo tener paciencia con un
inútil—contestó con una voz modulada y ligeramente femenina. Su
tono de voz era agresivo por lo directo que podía llegar a ser.
—También mataste hace unas horas a
una pequeña mentirosa, ¿por qué?—susurró colocando sus oscuras
manos entorno a la estrecha cintura de su compañero. Aquel hombre
además de poseer una voz gruesa, pese a lo aterciopelada, era de
raza negra y tenía una musculatura soberbia que destacaba incluso
bajo su elegante gabardina—. Está empezando a refrescar pese a que
ya está llegando el verano.
—Sí, parece que las altas
temperaturas destruyen las escasas neuronas de los más
jóvenes—murmuró sin apartar sus ojos oscuros del cadáver—.
¿Dónde puedo echar a este payaso? No me apetece viajar con él
hasta el pantano.
—Jamás he visitado Nueva Orleans
junto a ti—dijo pegando sus gruesos labios al vertiginoso cuello de
cisne de su acompañante—. Me gustaría ver ese pantano tan
famoso...
—Tal vez mañana... tal vez...
—comentó sacando un as de picas de su bolsillo para escribir en él
una frase que fuese perfecta para el cretino. Sonrió al ver su
estilosa caligrafía y la arrojó a sus pies. La frase decía: No
presumas de una cultura que careces.
De inmediato se levantó el sombrero de
ala ancha provocando que cayera su trenza para desatarla. Sus largos
cabellos oscuros cayeron en suaves ondulas sobre sus hombros, espalda
y pecho. Después se giró hacia él, rodeó su cuello apoyando sus
brazos en sus amplios hombros y sonrió.
—Ahora quiero ir a algún sitio que
me haga sentirme cerca de ti... Mi querido y dulce maestro, ¿dónde
me llevarás? Dime, Arion—murmuró dejando escapar una risotada.
Una mentirosa que culpaba a su
miserable vida de sus tragedias, cuando sólo son causa de nuestras
decisiones y acciones, y un idiota sin cultura ni educación estaban
muertos. La sangre corría por sus venas endulzando y calentando cada
una de sus arterias. Él sólo había tomado pequeños sorbos de
distintas mujeres que decidieron bailar descaradamente con el extraño
negro de pies inquietos, ritmo apasionado y mirada profunda. Ellas no
sabían que la única criatura que él amaba era un “ángel” cuyo
rostro tenía cincelada una cruel sonrisa.
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