Yo soy Armand y lo mato, pero en parte comprendo que es un idiota y no aprende. Creo que Marius jamás aprenderá que no debe hacer ciertas cosas. ¡Ni yo las hago!
Lestat de Lioncourt
—Recuerdo que me quedé contemplando
su cuerpo recostado sobre el sofá. Parecía arrojado para un dios
para nada benévolo como sacrificio y prueba de fe. Sus ojos de
destellos violetas me destruyeron cualquier pensamiento racional y
deseé arrojarme a sus pies para besarlos. Al fin había regresado al
hogar después de horas luchando con un murmullo insufrible. Alguien
me estaba volviendo loco e insistía en intervenir en mis noches más
tranquilas. Ni siquiera pintar calmaba mis ánimos y algo en mí
avivaba una cólera que había apaciguado hacia algún tiempo—esa
pequeña confesión me hacía sentir celoso.
Marius jamás había tenido ese trato
conmigo. Nunca me había mostrado un amor tan puro y un deseo tan
palpable. Quería protegerlo y amarlo de un modo que no había
siquiera pensado hacer conmigo. Me sentí desdichado de inmediato.
Nosotros no éramos ya nada, ni siquiera maestro y alumno, pero algo
en mí se quebró creando un vacío terrible en mi corazón y mis
ojos se llenaron de lágrimas que no quería explicar. Si bien él no
se percató. Él jamás se percata cuando hace daño.
—La voz de Benjamín sonaba con
fuerza a través de los altavoces del ordenador portátil que estaba
frente a él. Miré el aparato y deseé destruirlo en ese preciso
instante. Pero él me miraba. Creo que se preguntaba si yo era uno de
esos demonios que estaban aterrando al mundo, agitando sus cimientos
y haciéndolos caer en un ataque terrorista y suicida. Si bien la
pregunta no duró demasiado y ni siquiera la formuló en sus
labios—dijo incorporándose de su asiento para caminar el pequeño
espacio del sofá a la ventana.
Fuera la primavera había arrancado el
frío y la humedad de las calles. Hacía una brisa agradable pero no
estaba perfumada por las flores. No había jardines cercanos salvo el
que yo tenía introducido en una parte de mi propiedad. Odiaba las
ciudades tan grises y tristes en ese sentido, pero Nueva York había
sido un buen refugio y no pensaba abandonarla.
—Durante noches nuestros encuentros
fueron silenciosos. No somos hombres de hablar demasiado. Quizás eso
salva nuestra relación. Somos ligeramente fríos en el trato pero
apasionados cuando tomamos contacto directo—confesó.
—¡Ya basta!—grité furioso—¿Te
estás burlando de mí? Si es así dímelo. Dímelo, maldito
demonio—dije levantándome con furia de mi asiento. Él se giró
mirándome conteniendo una ira indecible. Se había molestado porque
le había interrumpido de ese modo—. Me haces daño. Yo aún te
amo. Puede que no supiera bien qué era amar, pero ahora lo sé. Sé
que amo todo lo que representas aunque yo ya no te intereso lo más
mínimo. He rehecho mi vida, es cierto, igual que tú has hecho con
la tuya, pues estás en tu derecho, pero no voy a permitir que vengas
aquí a pisotear mis sentimientos para desahogarte. ¿Quieres
desahogarte? ¡Vete a una iglesia y siéntate en un confesionario
diciéndole todas estas estúpidas palabras a un sacerdote que no te
creerá, te tomará por loco y podrás usarlo para alimentarte! ¡Por
mí puedes decirle que eres el hijo del romano que mató a Cristo!
¡Ve y hazlo! ¡Pero a mí déjame en paz!
Marius miró mis ojos castaños
mientras yo me derrumbaba cayendo de bruces contra el suelo de
mármol. Mis lágrimas comenzaron a salpicar las baldosas y mis
brazos temblaron como juncos en mitad de una tempestad. Él se
aproximó a mí para intentar levantarme, pero lo rechacé de
inmediato.
—¡Vete!—grité—. ¡Vete ahora
mismo!
No levanté el rostro pues me negaba a
ver su frialdad y desprecio ante mis lágrimas. Sabía actuar bien
frente a todos hablando de protegerme junto a todo el legado de su
sangre, pero yo era su peor creación. Sabía que me había
aborrecido nada más ofrecerme la sangre en aquel momento tan
peliagudo para mi vida. Estoy seguro que parte de su amor murió
aquella misma noche mientras bebía de mí y me ofrecía el cáliz
más amargo. Si bien la escasa luz que tenía en mis sueños,
esperanzas y momentos de ensoñación mientras caminaba por Roma
ahogado en la tragedia de una secta que odiaba, de unos principios
que me asfixiaban, era él. Igual que ahora es él. La música de
Antoine y Sybelle calman ligeramente mis demonios, pero siempre
regresan por las mañanas transformándose en promesas que aún no
han sido cumplidas y que jamás lo serán.
No hay comentarios:
Publicar un comentario