Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

miércoles, 27 de abril de 2016

Yo sólo quería...

Lo mejor de todo lo que he leído de estas memorias es: No sé qué salió mal. 
¿No sabes? ¡Dios santo, Armand!

Lestat de Lioncourt 


La cocina era un desastre pero para mí aquel lugar lleno de mugre, de azulejos grasientos y electrodomésticos básicos, era un paraíso. La tecnología había avanzado considerablemente en las últimas décadas y yo había estado demasiado desconectado hasta el punto de haber caído en mi propio pozo de oscuridad, silencio y abandono. Observaba la tostadora como si fuera un artículo infernal porque me parecía asombroso que pudiese calentar rebanadas de pan, el cual podía durar semanas gracias a unos compuestos químicos que se les añadía en la producción, en menos de un minuto e incluso llegar a carbonizarlo. Sin embargo mi favorito era el microondas, la licuadora y la trituradora de carnes.

Daniel descansaba después de patearse la ciudad huyendo de sus propios temores, de sus amargos deseos e intentando sobrevivir de algún modo a la locura que caía sobre sus jóvenes hombros. Hacía algo más de un año que nos habíamos conocido y la persecución acabó en carrera para terminar en una convivencia extraña. Solía visitar su apartamento en pleno centro de San Francisco y merodeaba cada una de las calles aledañas.

La ciudad era atractiva y parecía brillar por ella misma. Me gustaba ir a los salones recreativos a mezclarme con muchachos de quince a dieciocho años que jugaban sin cesar casi toda la noche. Los videojuegos eran atractivos y tenían sonidos estridentes, así como nombres sugerentes y misiones que te hacían ser violento de forma legal. Pero lo que más me gustaba era mi compañero.

No había elegido a ese pobre periodista de vagabundos pensamientos racionales únicamente por haber conocido a Louis. Me había centrado en él porque tenía información de primera mano al ser periodista, él se movía como pez en el agua en zonas peligrosas buscando noticias de interés e informadores que diesen veracidad a los relatos que iban recorriendo la ciudad. Poseía contactos en la policía, ladrones de medio pelo, camareros de tugurios y otros empresarios destacados de la ciudad. No era un gran periodista, pero le gustaba retratar el caos urbano en sus sinceras descripciones.

Yo me esforzaba por ser algo más que una carga y por eso esa misma noche planeé ofrecerle un banquete. Pese a encontrar restos de comida china en la basura, unas latas de refresco y un cartón de leche abierto en la desértica nevera creí que debía alimentarlo. Mi madre siempre creyó que mi padre se había enamorado de su talento para la cocina más que en su fortaleza o belleza física. Siendo sinceros siempre pensé que se había enamorado de ella porque aguantaba mejor que él el alcohol.

Salí del apartamento y regresé cargado de varias bolsas de carne, vino para guisar y otros productos que encontré de oferta en el supermercado. Seguí las instrucciones de la pasta, los tomates fritos y la receta que venía en el libro de cocina que había adquirido minutos atrás. Pero yo soy un creativo así que empecé a echar productos que había agarrado de distintas zonas del supermercado y que tenían nombres llamativos, poderosos colores y aromas agradables. Algunos eran especias, otros líquidos de colores y diversas pastas dentífricas que creí que serían idóneas para cuidar sus dientes.

—¿Qué demonios estás haciendo?—dijo entrando en la cocina.

Había acabado por despertarlo quizá por el ruido o tal vez por el aroma de la deliciosa comida que estaba preparando. Se frotó el rostro con las manos, se colocó las gafas y me miró de arriba hacia abajo. Vestía unos jeans desgastados, una camisa con las mangas mal cortadas por unas tijeras casi oxidadas, un delantal blanco con pequeños fresones decorándolo y unas zapatillas de peluche con forma de gatitos púrpuras.

—He ido al supermercado y he comprado algo para que comieras bien...—dije girándome con la cuchara de madera en mi mano derecha, como si fuera una barita mágica—. También me he comprado estas cómodas zapatillas, ¿quieres probarlas?

—No—respondió mirando todo el desastre del fregadero, los numerosos platos sucios, el tomate salpicándolo todo por los borbotones, los envases en la basura y la pasta humeante en un escurridor de verduras—. ¿Qué coño estás preparando?

—Pasta con carne de ternera y tomate... ¡Tiene mi toque personal!—dije orgulloso.

—No pienso comerme esa mierda.

Nada más decir eso me sentí herido, rechazado y humillado. Había estado horas en la cocina para que él comprendiera que era todo para mí. No sólo era mi experimento humano, sino que yo le amaba.

—Pensé que te gustaría...—balbuceé a punto del llanto.

—¿Comer algo que tú has cocinado? ¡Ni loco! A saber qué mierda habrás echado—dijo rascándose el culo por dentro de la ropa interior.

Él estaba casi desnudo mostrando su cuerpo delgado con los huesos de sus costillas marcados, tanto como el de sus clavículas y rodillas. Siempre me pareció un chico muy enclenque en muchos sentidos. Yo sólo deseaba que ganara peso y fuerza.

—Estás hiriendo mis sentimientos...—susurré agarrando la cuchara de madera con ambas manos.

—Mierda, no—suspiró—. No te pongas a llorar y no me mires así.

—Yo sólo quería que vieras que te quiero...—rompí a llorar en silencio dejando que mis mejillas se mancharan por lágrimas sanguinolentas. Mi corazón se había desquebrajado en menos de unos minutos.

—¡Está bien! ¡Me comeré esa porquería!—contestó acercándose a mí para apartarme del fuego y poder servirse.

Cinco minutos después estaba vomitando aferrado al retrete y clamando que llamara a urgencias. Supongo que no fue buena idea usar limpiasuelos perfumado con lavanda para hervir los macarrones, que tampoco fue idóneo salpimentar la carne con polvos de talco y pasta de dientes, aunque creo que lo que le cayó realmente mal fue el tabasco y el wasabi del tomate frito. ¡Pero juro que todo olía bien! A día de hoy no sé bien en qué fallé.

—¡Llama a urgencias!—gritó molesto aunque su rostro estaba pálido. Tenía las venas del cuello muy marcadas y los ojos enrojecidos. Creo que ni siquiera veía bien porque cuando corrió al baño se tropezó y perdió sus gafas por alguna parte del salón.

—¡Urgencias! ¡Urgencias!—grité correteando por el pasillo.

—¡Al teléfono!—dijo aún más furioso antes de colocar de nuevo la cabeza en el borde del inodoro. Sus manos se aferraban a la frágil tapa de plástico y su espalda se encorvaba.

—¡Urgencias! ¡Urgencias!—inicié mi llamada garrando el teléfono inalámbrico mientras gritaba.

—¡Marcando el número!—respondió a mis gritos mientras se giraba mareado y sin fuerzas.

—¡Marcando el número de Urgencias!—dije con el aparato entre mis manos.

—Dame ese maldito teléfono... ¡Dámelo!—se incorporó temblequeando y me lo arrebató cayendo de bruces mientras marcaba el número.

Varios minutos después las sirenas viajaban por la avenida generando un estruendo terrible. Eran casi las dos de la mañana y muchos vecinos se asomaron curiosos. Yo bajé con él con su chaqueta sobre mis hombros y aún con mis cómodas y hogareñas zapatillas. No quería apartarme de él pero cuando entré en la ambulancia, para marcharnos al hospital, me miró como si quisiera asesinarme.

—¡Tú no me quieres a menos que me quieras muerto! ¡Maldito psicópata! ¡Cómo pudiste echarle esas porquerías a la comida!—decía mientras le inmovilizaban e iniciaban el viaje al centro hospitalario más cercano.

Creo que desde esa noche Daniel comenzó a odiarme y nunca he podido solucionar mis errores. Sin embargo sigo preguntándome qué pudo salir mal. Yo sólo quería que él se alimentara adecuadamente.



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Gracias por su lectura

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Lestat de Lioncourt