Lo mejor de todo lo que he leído de estas memorias es: No sé qué salió mal.
¿No sabes? ¡Dios santo, Armand!
Lestat de Lioncourt
La cocina era un desastre pero para mí
aquel lugar lleno de mugre, de azulejos grasientos y
electrodomésticos básicos, era un paraíso. La tecnología había
avanzado considerablemente en las últimas décadas y yo había
estado demasiado desconectado hasta el punto de haber caído en mi
propio pozo de oscuridad, silencio y abandono. Observaba la tostadora
como si fuera un artículo infernal porque me parecía asombroso que
pudiese calentar rebanadas de pan, el cual podía durar semanas
gracias a unos compuestos químicos que se les añadía en la
producción, en menos de un minuto e incluso llegar a carbonizarlo.
Sin embargo mi favorito era el microondas, la licuadora y la
trituradora de carnes.
Daniel descansaba después de patearse
la ciudad huyendo de sus propios temores, de sus amargos deseos e
intentando sobrevivir de algún modo a la locura que caía sobre sus
jóvenes hombros. Hacía algo más de un año que nos habíamos
conocido y la persecución acabó en carrera para terminar en una
convivencia extraña. Solía visitar su apartamento en pleno centro
de San Francisco y merodeaba cada una de las calles aledañas.
La ciudad era atractiva y parecía
brillar por ella misma. Me gustaba ir a los salones recreativos a
mezclarme con muchachos de quince a dieciocho años que jugaban sin
cesar casi toda la noche. Los videojuegos eran atractivos y tenían
sonidos estridentes, así como nombres sugerentes y misiones que te
hacían ser violento de forma legal. Pero lo que más me gustaba era
mi compañero.
No había elegido a ese pobre
periodista de vagabundos pensamientos racionales únicamente por
haber conocido a Louis. Me había centrado en él porque tenía
información de primera mano al ser periodista, él se movía como
pez en el agua en zonas peligrosas buscando noticias de interés e
informadores que diesen veracidad a los relatos que iban recorriendo
la ciudad. Poseía contactos en la policía, ladrones de medio pelo,
camareros de tugurios y otros empresarios destacados de la ciudad. No
era un gran periodista, pero le gustaba retratar el caos urbano en
sus sinceras descripciones.
Yo me esforzaba por ser algo más que
una carga y por eso esa misma noche planeé ofrecerle un banquete.
Pese a encontrar restos de comida china en la basura, unas latas de
refresco y un cartón de leche abierto en la desértica nevera creí
que debía alimentarlo. Mi madre siempre creyó que mi padre se había
enamorado de su talento para la cocina más que en su fortaleza o
belleza física. Siendo sinceros siempre pensé que se había
enamorado de ella porque aguantaba mejor que él el alcohol.
Salí del apartamento y regresé
cargado de varias bolsas de carne, vino para guisar y otros productos
que encontré de oferta en el supermercado. Seguí las instrucciones
de la pasta, los tomates fritos y la receta que venía en el libro de
cocina que había adquirido minutos atrás. Pero yo soy un creativo
así que empecé a echar productos que había agarrado de distintas
zonas del supermercado y que tenían nombres llamativos, poderosos
colores y aromas agradables. Algunos eran especias, otros líquidos
de colores y diversas pastas dentífricas que creí que serían
idóneas para cuidar sus dientes.
—¿Qué demonios estás
haciendo?—dijo entrando en la cocina.
Había acabado por despertarlo quizá
por el ruido o tal vez por el aroma de la deliciosa comida que estaba
preparando. Se frotó el rostro con las manos, se colocó las gafas y
me miró de arriba hacia abajo. Vestía unos jeans desgastados, una
camisa con las mangas mal cortadas por unas tijeras casi oxidadas, un
delantal blanco con pequeños fresones decorándolo y unas zapatillas
de peluche con forma de gatitos púrpuras.
—He ido al supermercado y he comprado
algo para que comieras bien...—dije girándome con la cuchara de
madera en mi mano derecha, como si fuera una barita mágica—.
También me he comprado estas cómodas zapatillas, ¿quieres
probarlas?
—No—respondió mirando todo el
desastre del fregadero, los numerosos platos sucios, el tomate
salpicándolo todo por los borbotones, los envases en la basura y la
pasta humeante en un escurridor de verduras—. ¿Qué coño estás
preparando?
—Pasta con carne de ternera y
tomate... ¡Tiene mi toque personal!—dije orgulloso.
—No pienso comerme esa mierda.
Nada más decir eso me sentí herido,
rechazado y humillado. Había estado horas en la cocina para que él
comprendiera que era todo para mí. No sólo era mi experimento
humano, sino que yo le amaba.
—Pensé que te gustaría...—balbuceé
a punto del llanto.
—¿Comer algo que tú has cocinado?
¡Ni loco! A saber qué mierda habrás echado—dijo rascándose el
culo por dentro de la ropa interior.
Él estaba casi desnudo mostrando su
cuerpo delgado con los huesos de sus costillas marcados, tanto como
el de sus clavículas y rodillas. Siempre me pareció un chico muy
enclenque en muchos sentidos. Yo sólo deseaba que ganara peso y
fuerza.
—Estás hiriendo mis
sentimientos...—susurré agarrando la cuchara de madera con ambas
manos.
—Mierda, no—suspiró—. No te
pongas a llorar y no me mires así.
—Yo sólo quería que vieras que te
quiero...—rompí a llorar en silencio dejando que mis mejillas se
mancharan por lágrimas sanguinolentas. Mi corazón se había
desquebrajado en menos de unos minutos.
—¡Está bien! ¡Me comeré esa
porquería!—contestó acercándose a mí para apartarme del fuego y
poder servirse.
Cinco minutos después estaba vomitando
aferrado al retrete y clamando que llamara a urgencias. Supongo que
no fue buena idea usar limpiasuelos perfumado con lavanda para hervir
los macarrones, que tampoco fue idóneo salpimentar la carne con
polvos de talco y pasta de dientes, aunque creo que lo que le cayó
realmente mal fue el tabasco y el wasabi del tomate frito. ¡Pero
juro que todo olía bien! A día de hoy no sé bien en qué fallé.
—¡Llama a urgencias!—gritó
molesto aunque su rostro estaba pálido. Tenía las venas del cuello
muy marcadas y los ojos enrojecidos. Creo que ni siquiera veía bien
porque cuando corrió al baño se tropezó y perdió sus gafas por
alguna parte del salón.
—¡Urgencias! ¡Urgencias!—grité
correteando por el pasillo.
—¡Al teléfono!—dijo aún más
furioso antes de colocar de nuevo la cabeza en el borde del inodoro.
Sus manos se aferraban a la frágil tapa de plástico y su espalda se
encorvaba.
—¡Urgencias! ¡Urgencias!—inicié
mi llamada garrando el teléfono inalámbrico mientras gritaba.
—¡Marcando el número!—respondió
a mis gritos mientras se giraba mareado y sin fuerzas.
—¡Marcando el número de
Urgencias!—dije con el aparato entre mis manos.
—Dame ese maldito teléfono...
¡Dámelo!—se incorporó temblequeando y me lo arrebató cayendo de
bruces mientras marcaba el número.
Varios minutos después las sirenas
viajaban por la avenida generando un estruendo terrible. Eran casi
las dos de la mañana y muchos vecinos se asomaron curiosos. Yo bajé
con él con su chaqueta sobre mis hombros y aún con mis cómodas y
hogareñas zapatillas. No quería apartarme de él pero cuando entré
en la ambulancia, para marcharnos al hospital, me miró como si
quisiera asesinarme.
—¡Tú no me quieres a menos que me
quieras muerto! ¡Maldito psicópata! ¡Cómo pudiste echarle esas
porquerías a la comida!—decía mientras le inmovilizaban e
iniciaban el viaje al centro hospitalario más cercano.
Creo que desde esa noche Daniel comenzó
a odiarme y nunca he podido solucionar mis errores. Sin embargo sigo
preguntándome qué pudo salir mal. Yo sólo quería que él se
alimentara adecuadamente.
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