Página extraída del Diario de Claudia... ¡Tanto odio!
Lestat de Lioncourt
Las estrellas parecían siempre tan
cercanas y distantes como siempre, pero esa noche era la primera de
muchas otras. Había acumulado un odio voraz que me destruía el alma
y me arrastraba a una vorágine de dolor imposible de calificar o
cuantificar. Ante los ojos de todos era simplemente una niña que se
asomaba a un balcón cargado de hermosas flores en plena primavera.
Tenía el rostro dulce y angelical de una muñeca, los ojos vivaces y
una sonrisa soñadora. Sin embargo la verdad era terrible y podía
calificarse de pesadilla. Era una mujer atrapada en un cuerpo
diminuto que jamás se desarrollaría y marchitaría. Era eternamente
una semilla que no florece y no toma su esplendor.
Muchas veces contemplaba a las mujeres
coqueteando con algunos hombres a la salida o entrada de la ópera.
Me fascinaba la forma en la cual se sonrojaban y miraban con cierto
falso pudor a los jóvenes más influyentes y adinerados. Podía ver
el interés por el dinero y el placer carnal en cada una de ellas,
pero también la inteligencia provocadora que se reflejaba en el
movimiento de sus abanicos, la forma en la cual se agarraban a sus
acompañantes o reían subiéndose al carruaje.
Esa noche la calle estaba casi desierta
y él yacía envuelto en una alfombra. Había matado a mi padre, al
hombre que me condenó a lo que era y que me arrancó de los brazos
de la muerte creyéndose Dios. Hice que se derrumbara ante mí
suplicándome por su vida y por el amor que supuestamente ambos nos
teníamos. Louis se martirizaba sentado en el diván. Mi Louis, mi
compañero, mi madre y mi marioneta. Él, el hombre que me acicalaba
y me abrazaba como si fuese su muñeca predilecta, lloraba
amargamente porque su verdadero amor yacía muerto frente a él.
—Lo has matado...—decía cuando
recobraba la voz—. ¿Qué has hecho? ¡Dios santo, qué has
hecho!—gritaba nervioso queriendo arrastrarse hasta él para
suplicarle perdón por no haberlo evitado, por no detenerme y por
amortajarlo de ese modo tan ruin.
Por mi parte me daba cuenta que su
muerte no implicaba nada. Que él muriera no significaba que yo fuese
libre. Había matado a Lestat y la conciencia me pesaba. Sin embargo
esas malas hierbas hechas pensamientos de culpabilidad se esfumaban
pensando en los viajes que haría, los lugares que conocería, la
gente con la que conversaría y los misterios que desvelaría.
—Lestat, mon coeur...—susurró
arrodillándose ante el cadáver intentando deshacer los nudos de la
soga que lo ataban con firmeza.
—No, Louis—dije apartándome del
balcón—. Ha muerto y debes dejar a los muertos en paz.
Entre mis manos llevaba crisantemos
blancos que coloqué con indiferencia sobre su cuerpo, para luego
tomar el rostro de Louis entre mis dedos. Despejé con cariño los
largos y ondulados mechones de su pelo negro y apreté mis labios
contra su frente. Fui amorosa con él aunque le despreciaba tanto
como al muerto que nos acompañaba.
—Ponte tu mejor chaqueta, cariño
mío. Hoy vamos de entierro... —comenté apartándome de él—.
Luego iremos a comprarme unos zapatos nuevos porque estos se han
manchado de sangre.
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