Marius y Armand... aunque ahora ha querido ser de nuevo su "Amadeo". Veo celos y frustración por parte de Antoine y Daniel por mucho que intenten mostrar comprensión ante estos encuentros.
Lestat de Lioncourt
—¿Qué haces aquí?—preguntó.
Realmente no sabía qué hacía
plantado frente a la puerta del edificio. Miré hacia arriba y
comprobé que había varias habitaciones iluminadas. El sonido del
piano llegó a mi corazón tocando cada fibra de mi alma provocando
que me sintiera perdido por unos instantes. El edificio estaba lleno
de vida en mitad de esa sombría y tormentosa noche de primavera.
Toda la avenida estaba siendo arrasada por un aguacero terrible, al
igual que la ciudad por completo estaba sumida en el caos del tráfico
y de numerosas ramas rotas de los distintos parques de los diversos
distritos, mientras que yo parecía firme como la estatua de un
coloso frente a los escasos peldaños de la escalera que daba con la
entrada.
—Pasa y sécate. Pediré a los
sirvientes que traigan ropa seca—dijo abriendo por completo el
portón.
¿Por qué tuvo que abrir él la
puerta? Ni siquiera sabía porque había ido allí. Se suponía que
sólo había salido a pasear disfrutando de mi soledad, pero emprendí
un viaje de varias horas pensando en él y deseando tenerlo entre mis
brazos como si eso solucionara algo que estaba mal en mí. ¿Pero qué
era lo que estaba mal? ¿Qué mecanismo se había roto por completo?
¿Había algo que fallara realmente? Quise echarme a llorar
desesperado ante sus ojos castaños recorriendo con indiferencia mi
rostro empapado.
Acepté su ofrecimiento colándome en
el hall. Miré las hermosas y ricas molduras del techo recordando que
ya no se estilaba pedir semejantes obras en las viviendas actuales.
Todos los jóvenes preferían vivir en espaciosos edificios con
muebles sencillos y con obras monocromáticas. A mí, como a él, nos
gustaba el dorado, el color, lo complicado y la luz. Aunque él
dijera que era un monstruo que habitaba la oscuridad podía ver
todavía luz a su alrededor. Aún la veo.
—¿Por qué has venido? No me has
contestado—decía acercándose a mí para ayudarme a quitarme el
abrigo por cortesía.
—Si te soy sincero simplemente quise
venir—respondí—. Deseaba escuchar la música de Sybelle,
conversar quizá con el joven Benji y divagar por tus bibliotecas tal
vez en tu compañía—contesté apoyando mi mano derecha sobre su
hombro.
Estábamos frente a frente como
aquellas noches de pecaminosos placeres en Venecia. Mis manos volvían
a ser de mármol en comparación con su piel suavemente tostada
debido a su exposición al sol. Tus mejillas llenas aún tenían el
rubor de las manzanas porque posiblemente se había alimentado
temprano esa noche y sus ojos castaños brillaban más que las
perseidas. Deseé desnudar su piel para palpar la dureza de sus
músculos suavemente marcados, deslizando mis dedos por sus caderas
pronunciadas y dejar mis manos sobre sus firmes glúteos. Quise
atraerlo hacia mí y saborear sus labios sintiendo que rompía el
maleficio de tantos siglos, pero me controlé mostrándome frío.
—Avisaré al servicio para que
traigan alguna de tus túnicas. Dejaste algunas prendas la última
vez que viniste y que dejaste tras la reunión sobre los nuevos
caminos que va tomando nuestra diversa sociedad—comentó
apartándose sin miramientos.
Las gotas que caían de mis ropas
bárbaras empapaban el suelo de mármol. Podía sentir la tela de los
pantalones pegándose a los músculos de mis muslos y pantorrillas.
Mis pies tenían los calcetines completamente húmedos y sentía que
la camisa se estaba convirtiendo en mi segunda piel. Di gracias a ser
inmortal porque de ser un humano común habría terminado con
neumonía esa misma noche.
Permanecí allí unos minutos hasta que
una joven mortal se aproximó a mí. Llevaba entre sus brazos algunas
de mis túnicas y sonreía con cierto encanto. Yo sólo tomé las
prendas y subí por las escaleras acariciando la balaustrada de
hermosa madera de roble. Deseaba que la lluvia cesara para marcharme
y olvidarme de mi estúpido deseo de encontrarme con él.
Armand siempre fue dependiente y jamás
permitió que pudiese tener cierta libertad. Comprendo que tuve la
culpa de llenar su alma de promesas hechas en plenas noches de pasión
y felicidad. Aprendí que no se debe prometer nada cuando se es feliz
porque luego es posible que no se puedan cumplir. Quebré mi palabra
en tantas ocasiones que ni siquiera sé como él me ha podido
perdonar. Aunque no creo que lo haya hecho. Él simplemente no quiere
hablar del asunto provocando un abismo entre ambos.
Decidí que debía tomar un baño
caliente para entrar en calor, por eso acabé en uno de los
magníficos aseos buscando toallas limpias y jabón de un aroma que
fuese agradable para mí. La bañera pronto se llenó provocando que
cada parte de mí quisiera sumergirse en sus cálidas aguas.
Él tardó más de media hora en dar
conmigo. Supuse que estaba intentando evitarme hasta que su
conciencia, o quizás alguna pequeña parte de su alma, le hicieron
entrar en razón y mover sus pies hasta donde me encontraba. Entró
sin llamar, cerró la puerta con pestillo y me tendió una pequeña
caja de metal. No dudé en tomarla entre mis manos y percatarme que
estaba helada.
—Póntela—su voz era un murmullo—.
Hazlo... por favor...
Levanté la tapadera y vi que había
varias dosis de testosterona en pequeños tubos listas para ser
aplicadas con una jeringuilla. Mientras desvelaba ese misterio él
desvelaba su cuerpo despojándose de cada una de sus prendas. Noté
como su miembro palpitaba ligeramente inclinado hacia la derecha.
Seguía siendo el mismo muchacho que miles de veces dibujé desnudo y
que me miraba sin pudor alguno retorciéndose en mi lecho de rojizo
satén.
Tomé la inyección y me apliqué dos
de las tres dosis que había en aquella pequeña caja, para después
tendérsela. Él miró la dosis que quedaba, tomó la jeringuilla y
se aplicó la restante. No sabía bien cuántas se había aplicado
pero estaba seguro que eran algunas más de las que él me había
ofrecido.
—Ven aquí, Armand—dije estirando
mis brazos hacia él.
—Por hoy te permito que me llames
nuevamente Amadeo—susurró con la voz quebrada.
No dudó en introducirse junto a mí
permitiendo que mis brazos y mi boca sintieran su deliciosa piel. Su
lengua se enroscó con la mía como si fuera una serpiente mientras
nuestros sexos se rozaban. Sentía la tirantez de una terrible
erección y una emoción agradable cosquilleando por todo mi vientre.
Él movía sus caderas sugerente mientras le permitía que sus manos
acariciaran mis pectorales.
—Maestro...—dijo apartando su boca
de la mía.
La misma mano que se había posado con
frialdad sobre su hombro acabó con sus dedos enredada en sus
ondulados cabellos pelirrojos, para luego tirar de estos con firmeza
provocando que su cabeza cayera hacia atrás y me mostrara su largo y
apetecible cuello. Lo empujé hacia atrás y giré su cuerpo dejando
su estrecho torso contra el borde contiguo de la bañera. Con la mano
izquierda levanté su cadera y abrí ligeramente sus glúteos.
Observé entonces su entrada estrecha y sin vello provocando que lo
codiciara como en aquellos tiempos. Ahora no usaría mi lengua, sino
un miembro que realmente percibía cada caricia que le ofrecieran. El
mismo miembro cuyo glande deseaba sentir la presión de sus músculos
y el deseo de su cálido cuerpo. Sin embargo decidí rozarme entre
ambos glúteos, la sensación fue tan placentera que acabó
provocando de inmediato que comenzara a azotarle con la mano bien
abierta, mientras la otra tiraba aún de varios de sus mechones de
hebras cobrizas.
El agua nos salpicaba y salía de la
bañera empapando el suelo mientras él jadeaba bajo mi nombre
intentando no ser escuchado por el resto de inmortales. Sabía que el
violinista no estaba lejos y quizás estaba siendo infiel a un amor
que estaba floreciendo en su pecho. Pero ni ese amor ni ningún otro
podría arrebatarme a mí el privilegio de ser su primer gran amor,
la mayor de sus pasiones y el peor de sus delirios.
Me puse en pie por completo en esa
bañera y lo arrodillé frente a mí pudiendo ver en sus ojos un
deseo insaciable. Coloqué la zurda sobre sus mejillas y bajé la
diestra hacia sus labios. Jamás he podido olvidar sus labios tan
carnosos como los de una mujer porque han estado siempre presentes en
mis más tórridos sueños, en los deseos más provocadores y en las
fantasías que últimamente he tenido gracias a los fármacos que nos
ha concedido el científico y médico inmortal Fareed. Introduje dos
de mis dedos en su boca acariciando su lengua, bajando su mandíbula
y viendo sus pequeños colmillos ocultos para no lastimar mi sexo.
Sus manos se colocaron rápidamente sobre mis testículos y
comenzaron a jugar con el escaso vello dorado que los recubría, para
luego hacer lo mismo con la base y el cuerpo de mi sexo.
Impuse entonces mis manos sobre su
cabeza como si le ofreciera mis bendiciones y él no dudó en
llevarse a sus fauces aquel trozo de carne que tanto ansiaba.
Arrodillado como si estuviese ante el mismísimo Dios me miró con
los ojos cargados de lágrimas sanguinolentas, las cuales cayeron
suavemente por sus mejillas hasta su mentón y corrieron libremente
por su garganta. Mis dedos se deslizaron por su largo cabello castaño
cobrizo, introduciéndose entre diversos mechones espesos y suaves,
para luego llegar hasta la coronilla donde ambas manos se
entrelazaron. Él abrió aún más su boca bajando su mentón y
aceptando que entrara por completo. Noté su aliento rozar mi vello
púbico y en ese momento inicié un suave movimiento con mi cadera
que acabó descontrolándose. Sus ojos no perdían detalle de mi
expresión aunque acabó cerrándolos igual que yo terminé echando
hacia atrás la cabeza. Los movimientos eran bruscos y desesperados
pero no me saciaban, pues lo único que podía saciarme estaba más
allá de sus amplias caderas.
Finalmente lo aparté dejándolo
nuevamente contra el borde de la bañera, lo penetré con fuerza y
comencé a morder sus hombros, los lóbulos de sus orejas, su cuello
y a golpear sus glúteos así como a arañar sus costados. Él gemía
mientras la bañera se convirtió en un mar revuelto, tibio y
perfumado. Mi mente se trasladó a Venecia y mis sentimientos se
involucraron aún más con la labor. En aquellos días era imposible
que le ofreciese algo como lo que estábamos haciendo y me reprimía
los celos enviándolo a los burdeles. No quería que me odiase porque
no podía hacerme con su cuerpo, aunque algunas noches le regalaba mi
compañía pese a que no significaba nada para mí. No había placer
en la unión de su cuerpo con el mío salvo si le mordía perforando
su cuello, alguno de sus pezones o sus delicados hombros.
—Maestro... Maestro...—decía
repetidamente cada vez más alto hasta que llegó al momento final
donde alcanzó la gloria tocando los cielos. Noté como un líquido
blancuzco y espeso manchaba el agua mezclándose con esta hasta casi
camuflarse con la espuma, las sales de baño y la laca que cubría la
bañera. Decidí entonces que debía sacarlo de la bañera y salir de
él.
Me incorporé y salí de la bañera
arrastrándolo conmigo. Busqué entonces entre mis prendas sacando mi
cinturón. Él me miró aturdido sobre el suelo como una sirena
varada frente a una sosegada orilla. Envolví aquel trozo de cuero
por la hebilla entre entre los dedos de mi mano derecha y levanté mi
brazo para comenzar a azotarlo. Él gimió ofreciéndome su espalda y
su trasero ligeramente levantado. Fueron más de veinte azotes
descontrolados llenos de furia antes de arremeter de nuevo con mi
miembro. Él gritó terriblemente notando que llegaba otra vez al
orgasmo sin rastro de aquel pudor inicial. Por mi parte llegué
súbitamente notando un fuerte latigazo eléctrico por toda mi
columna, igual que percibí como mis testículos ya no daban más de
sí y mi miembro le ofrecía el premio a los placeres que me había
entregado.
En ese momento comprendí todos y cada
uno de los motivos por los cuales había ido a su encuentro. Por más
que amase a Daniel y me sintiese complacido por su amor más adulto,
libre y desinteresado necesitaba que aquella pequeña fiera me
mostrara lo domesticable que era bajo mis atenciones. Recurría a
Armand porque el placer carnal era insuperable y eso quedaba
constancia en cada uno de mis jadeos, gruñidos y gemidos. Podía ver
su cuerpo mucho más frágil y flexible doblegarse como la meretriz
más complaciente de la mancebía más sofisticada.
Él se apartó obligándome a sentarme
en aquel frío suelo encharcado para colocar su cabeza entre mis
piernas y comenzar a lamer los restos de mis fluidos. De inmediato
mis manos regresaron a sus cabellos y mis jadeos volvieron a ser
entrecortados. Mis ojos de hielo se fundían en su cuerpo sutilmente
afeminado mientras mis piernas se abrían aún más dejando que él
hiciese todo el trabajo. Cuando acabó se incorporó cerrando mis
piernas, subiéndose sobre mis muslos y tomando mi rostro entre sus
manos finas y mucho más pequeñas que las mías.
—Por mucho que nos entreguemos a
otros nos pertenecemos. No eres capaz de olvidarme como yo no soy
capaz de no doblegarme—dijo antes de lamer mis labios de comisura a
comisura, para luego rodearme con sus delicados brazos y hacerme
sentir así culpable.
Era culpable de haberlo dejado en el
arrollo, de las promesas incumplidas, de todas y cada una de sus
lágrimas, de las noches vacías y frías, de las mañanas terribles
en soledad y de haberlo apartado de mi camino cuando volvimos a
encontrarnos. Era culpable y él me lo mostraba cada vez que tenía
una misera oportunidad. Sus palabras me hicieron llorar aunque no lo
demostré manteniendo mi rostro estoico y mis manos a ambos lados de
mi cuerpo. No quería abrazarlo porque sabía que si lo hacía sería
difícil apartarme de él.
Supongo que es cierta la frase “Amor
animi arbitrio sumitur, non ponitur” de Publio Sirio. Pues es
cierto que elegimos amar, pero no podemos elegir dejar de hacerlo.
Elegimos amar porque decidimos aceptar que lo hacemos, que no podemos
resistirnos, pero dejar de hacerlo es complicado. Cuando ya estamos
envenenados no hay cura pues incluso la indiferencia puede provocar
un mayor deseo de retenerlo.
1 comentario:
No tengo palabras.. oh Marius.. oh Armand... Cada vez que creo haber encontrado un escrito suyo insuperable, aparecen con uno nuevo y me llenan de emociones nuevamente. Gracias por brindarnos la maravillosa e inoptizante belleza de las palabras.
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