Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

martes, 19 de abril de 2016

Amor animi arbitrio sumitur, non ponitur.

Marius y Armand... aunque ahora ha querido ser de nuevo su "Amadeo". Veo celos y frustración por parte de Antoine y Daniel por mucho que intenten mostrar comprensión ante estos encuentros.

Lestat de Lioncourt 



—¿Qué haces aquí?—preguntó.

Realmente no sabía qué hacía plantado frente a la puerta del edificio. Miré hacia arriba y comprobé que había varias habitaciones iluminadas. El sonido del piano llegó a mi corazón tocando cada fibra de mi alma provocando que me sintiera perdido por unos instantes. El edificio estaba lleno de vida en mitad de esa sombría y tormentosa noche de primavera. Toda la avenida estaba siendo arrasada por un aguacero terrible, al igual que la ciudad por completo estaba sumida en el caos del tráfico y de numerosas ramas rotas de los distintos parques de los diversos distritos, mientras que yo parecía firme como la estatua de un coloso frente a los escasos peldaños de la escalera que daba con la entrada.

—Pasa y sécate. Pediré a los sirvientes que traigan ropa seca—dijo abriendo por completo el portón.

¿Por qué tuvo que abrir él la puerta? Ni siquiera sabía porque había ido allí. Se suponía que sólo había salido a pasear disfrutando de mi soledad, pero emprendí un viaje de varias horas pensando en él y deseando tenerlo entre mis brazos como si eso solucionara algo que estaba mal en mí. ¿Pero qué era lo que estaba mal? ¿Qué mecanismo se había roto por completo? ¿Había algo que fallara realmente? Quise echarme a llorar desesperado ante sus ojos castaños recorriendo con indiferencia mi rostro empapado.

Acepté su ofrecimiento colándome en el hall. Miré las hermosas y ricas molduras del techo recordando que ya no se estilaba pedir semejantes obras en las viviendas actuales. Todos los jóvenes preferían vivir en espaciosos edificios con muebles sencillos y con obras monocromáticas. A mí, como a él, nos gustaba el dorado, el color, lo complicado y la luz. Aunque él dijera que era un monstruo que habitaba la oscuridad podía ver todavía luz a su alrededor. Aún la veo.

—¿Por qué has venido? No me has contestado—decía acercándose a mí para ayudarme a quitarme el abrigo por cortesía.

—Si te soy sincero simplemente quise venir—respondí—. Deseaba escuchar la música de Sybelle, conversar quizá con el joven Benji y divagar por tus bibliotecas tal vez en tu compañía—contesté apoyando mi mano derecha sobre su hombro.

Estábamos frente a frente como aquellas noches de pecaminosos placeres en Venecia. Mis manos volvían a ser de mármol en comparación con su piel suavemente tostada debido a su exposición al sol. Tus mejillas llenas aún tenían el rubor de las manzanas porque posiblemente se había alimentado temprano esa noche y sus ojos castaños brillaban más que las perseidas. Deseé desnudar su piel para palpar la dureza de sus músculos suavemente marcados, deslizando mis dedos por sus caderas pronunciadas y dejar mis manos sobre sus firmes glúteos. Quise atraerlo hacia mí y saborear sus labios sintiendo que rompía el maleficio de tantos siglos, pero me controlé mostrándome frío.

—Avisaré al servicio para que traigan alguna de tus túnicas. Dejaste algunas prendas la última vez que viniste y que dejaste tras la reunión sobre los nuevos caminos que va tomando nuestra diversa sociedad—comentó apartándose sin miramientos.

Las gotas que caían de mis ropas bárbaras empapaban el suelo de mármol. Podía sentir la tela de los pantalones pegándose a los músculos de mis muslos y pantorrillas. Mis pies tenían los calcetines completamente húmedos y sentía que la camisa se estaba convirtiendo en mi segunda piel. Di gracias a ser inmortal porque de ser un humano común habría terminado con neumonía esa misma noche.

Permanecí allí unos minutos hasta que una joven mortal se aproximó a mí. Llevaba entre sus brazos algunas de mis túnicas y sonreía con cierto encanto. Yo sólo tomé las prendas y subí por las escaleras acariciando la balaustrada de hermosa madera de roble. Deseaba que la lluvia cesara para marcharme y olvidarme de mi estúpido deseo de encontrarme con él.

Armand siempre fue dependiente y jamás permitió que pudiese tener cierta libertad. Comprendo que tuve la culpa de llenar su alma de promesas hechas en plenas noches de pasión y felicidad. Aprendí que no se debe prometer nada cuando se es feliz porque luego es posible que no se puedan cumplir. Quebré mi palabra en tantas ocasiones que ni siquiera sé como él me ha podido perdonar. Aunque no creo que lo haya hecho. Él simplemente no quiere hablar del asunto provocando un abismo entre ambos.

Decidí que debía tomar un baño caliente para entrar en calor, por eso acabé en uno de los magníficos aseos buscando toallas limpias y jabón de un aroma que fuese agradable para mí. La bañera pronto se llenó provocando que cada parte de mí quisiera sumergirse en sus cálidas aguas.

Él tardó más de media hora en dar conmigo. Supuse que estaba intentando evitarme hasta que su conciencia, o quizás alguna pequeña parte de su alma, le hicieron entrar en razón y mover sus pies hasta donde me encontraba. Entró sin llamar, cerró la puerta con pestillo y me tendió una pequeña caja de metal. No dudé en tomarla entre mis manos y percatarme que estaba helada.

—Póntela—su voz era un murmullo—. Hazlo... por favor...

Levanté la tapadera y vi que había varias dosis de testosterona en pequeños tubos listas para ser aplicadas con una jeringuilla. Mientras desvelaba ese misterio él desvelaba su cuerpo despojándose de cada una de sus prendas. Noté como su miembro palpitaba ligeramente inclinado hacia la derecha. Seguía siendo el mismo muchacho que miles de veces dibujé desnudo y que me miraba sin pudor alguno retorciéndose en mi lecho de rojizo satén.

Tomé la inyección y me apliqué dos de las tres dosis que había en aquella pequeña caja, para después tendérsela. Él miró la dosis que quedaba, tomó la jeringuilla y se aplicó la restante. No sabía bien cuántas se había aplicado pero estaba seguro que eran algunas más de las que él me había ofrecido.

—Ven aquí, Armand—dije estirando mis brazos hacia él.

—Por hoy te permito que me llames nuevamente Amadeo—susurró con la voz quebrada.

No dudó en introducirse junto a mí permitiendo que mis brazos y mi boca sintieran su deliciosa piel. Su lengua se enroscó con la mía como si fuera una serpiente mientras nuestros sexos se rozaban. Sentía la tirantez de una terrible erección y una emoción agradable cosquilleando por todo mi vientre. Él movía sus caderas sugerente mientras le permitía que sus manos acariciaran mis pectorales.

—Maestro...—dijo apartando su boca de la mía.

La misma mano que se había posado con frialdad sobre su hombro acabó con sus dedos enredada en sus ondulados cabellos pelirrojos, para luego tirar de estos con firmeza provocando que su cabeza cayera hacia atrás y me mostrara su largo y apetecible cuello. Lo empujé hacia atrás y giré su cuerpo dejando su estrecho torso contra el borde contiguo de la bañera. Con la mano izquierda levanté su cadera y abrí ligeramente sus glúteos. Observé entonces su entrada estrecha y sin vello provocando que lo codiciara como en aquellos tiempos. Ahora no usaría mi lengua, sino un miembro que realmente percibía cada caricia que le ofrecieran. El mismo miembro cuyo glande deseaba sentir la presión de sus músculos y el deseo de su cálido cuerpo. Sin embargo decidí rozarme entre ambos glúteos, la sensación fue tan placentera que acabó provocando de inmediato que comenzara a azotarle con la mano bien abierta, mientras la otra tiraba aún de varios de sus mechones de hebras cobrizas.

El agua nos salpicaba y salía de la bañera empapando el suelo mientras él jadeaba bajo mi nombre intentando no ser escuchado por el resto de inmortales. Sabía que el violinista no estaba lejos y quizás estaba siendo infiel a un amor que estaba floreciendo en su pecho. Pero ni ese amor ni ningún otro podría arrebatarme a mí el privilegio de ser su primer gran amor, la mayor de sus pasiones y el peor de sus delirios.

Me puse en pie por completo en esa bañera y lo arrodillé frente a mí pudiendo ver en sus ojos un deseo insaciable. Coloqué la zurda sobre sus mejillas y bajé la diestra hacia sus labios. Jamás he podido olvidar sus labios tan carnosos como los de una mujer porque han estado siempre presentes en mis más tórridos sueños, en los deseos más provocadores y en las fantasías que últimamente he tenido gracias a los fármacos que nos ha concedido el científico y médico inmortal Fareed. Introduje dos de mis dedos en su boca acariciando su lengua, bajando su mandíbula y viendo sus pequeños colmillos ocultos para no lastimar mi sexo. Sus manos se colocaron rápidamente sobre mis testículos y comenzaron a jugar con el escaso vello dorado que los recubría, para luego hacer lo mismo con la base y el cuerpo de mi sexo.

Impuse entonces mis manos sobre su cabeza como si le ofreciera mis bendiciones y él no dudó en llevarse a sus fauces aquel trozo de carne que tanto ansiaba. Arrodillado como si estuviese ante el mismísimo Dios me miró con los ojos cargados de lágrimas sanguinolentas, las cuales cayeron suavemente por sus mejillas hasta su mentón y corrieron libremente por su garganta. Mis dedos se deslizaron por su largo cabello castaño cobrizo, introduciéndose entre diversos mechones espesos y suaves, para luego llegar hasta la coronilla donde ambas manos se entrelazaron. Él abrió aún más su boca bajando su mentón y aceptando que entrara por completo. Noté su aliento rozar mi vello púbico y en ese momento inicié un suave movimiento con mi cadera que acabó descontrolándose. Sus ojos no perdían detalle de mi expresión aunque acabó cerrándolos igual que yo terminé echando hacia atrás la cabeza. Los movimientos eran bruscos y desesperados pero no me saciaban, pues lo único que podía saciarme estaba más allá de sus amplias caderas.

Finalmente lo aparté dejándolo nuevamente contra el borde de la bañera, lo penetré con fuerza y comencé a morder sus hombros, los lóbulos de sus orejas, su cuello y a golpear sus glúteos así como a arañar sus costados. Él gemía mientras la bañera se convirtió en un mar revuelto, tibio y perfumado. Mi mente se trasladó a Venecia y mis sentimientos se involucraron aún más con la labor. En aquellos días era imposible que le ofreciese algo como lo que estábamos haciendo y me reprimía los celos enviándolo a los burdeles. No quería que me odiase porque no podía hacerme con su cuerpo, aunque algunas noches le regalaba mi compañía pese a que no significaba nada para mí. No había placer en la unión de su cuerpo con el mío salvo si le mordía perforando su cuello, alguno de sus pezones o sus delicados hombros.

—Maestro... Maestro...—decía repetidamente cada vez más alto hasta que llegó al momento final donde alcanzó la gloria tocando los cielos. Noté como un líquido blancuzco y espeso manchaba el agua mezclándose con esta hasta casi camuflarse con la espuma, las sales de baño y la laca que cubría la bañera. Decidí entonces que debía sacarlo de la bañera y salir de él.

Me incorporé y salí de la bañera arrastrándolo conmigo. Busqué entonces entre mis prendas sacando mi cinturón. Él me miró aturdido sobre el suelo como una sirena varada frente a una sosegada orilla. Envolví aquel trozo de cuero por la hebilla entre entre los dedos de mi mano derecha y levanté mi brazo para comenzar a azotarlo. Él gimió ofreciéndome su espalda y su trasero ligeramente levantado. Fueron más de veinte azotes descontrolados llenos de furia antes de arremeter de nuevo con mi miembro. Él gritó terriblemente notando que llegaba otra vez al orgasmo sin rastro de aquel pudor inicial. Por mi parte llegué súbitamente notando un fuerte latigazo eléctrico por toda mi columna, igual que percibí como mis testículos ya no daban más de sí y mi miembro le ofrecía el premio a los placeres que me había entregado.

En ese momento comprendí todos y cada uno de los motivos por los cuales había ido a su encuentro. Por más que amase a Daniel y me sintiese complacido por su amor más adulto, libre y desinteresado necesitaba que aquella pequeña fiera me mostrara lo domesticable que era bajo mis atenciones. Recurría a Armand porque el placer carnal era insuperable y eso quedaba constancia en cada uno de mis jadeos, gruñidos y gemidos. Podía ver su cuerpo mucho más frágil y flexible doblegarse como la meretriz más complaciente de la mancebía más sofisticada.

Él se apartó obligándome a sentarme en aquel frío suelo encharcado para colocar su cabeza entre mis piernas y comenzar a lamer los restos de mis fluidos. De inmediato mis manos regresaron a sus cabellos y mis jadeos volvieron a ser entrecortados. Mis ojos de hielo se fundían en su cuerpo sutilmente afeminado mientras mis piernas se abrían aún más dejando que él hiciese todo el trabajo. Cuando acabó se incorporó cerrando mis piernas, subiéndose sobre mis muslos y tomando mi rostro entre sus manos finas y mucho más pequeñas que las mías.

—Por mucho que nos entreguemos a otros nos pertenecemos. No eres capaz de olvidarme como yo no soy capaz de no doblegarme—dijo antes de lamer mis labios de comisura a comisura, para luego rodearme con sus delicados brazos y hacerme sentir así culpable.

Era culpable de haberlo dejado en el arrollo, de las promesas incumplidas, de todas y cada una de sus lágrimas, de las noches vacías y frías, de las mañanas terribles en soledad y de haberlo apartado de mi camino cuando volvimos a encontrarnos. Era culpable y él me lo mostraba cada vez que tenía una misera oportunidad. Sus palabras me hicieron llorar aunque no lo demostré manteniendo mi rostro estoico y mis manos a ambos lados de mi cuerpo. No quería abrazarlo porque sabía que si lo hacía sería difícil apartarme de él.


Supongo que es cierta la frase “Amor animi arbitrio sumitur, non ponitur” de Publio Sirio. Pues es cierto que elegimos amar, pero no podemos elegir dejar de hacerlo. Elegimos amar porque decidimos aceptar que lo hacemos, que no podemos resistirnos, pero dejar de hacerlo es complicado. Cuando ya estamos envenenados no hay cura pues incluso la indiferencia puede provocar un mayor deseo de retenerlo.  

1 comentario:

MN de Rose dijo...

No tengo palabras.. oh Marius.. oh Armand... Cada vez que creo haber encontrado un escrito suyo insuperable, aparecen con uno nuevo y me llenan de emociones nuevamente. Gracias por brindarnos la maravillosa e inoptizante belleza de las palabras.

Gracias por su lectura

Gracias por su lectura
Lestat de Lioncourt