Armand y Antoine son una pareja extraña que están jugando a amar y destruirse.
Lestat de Lioncourt
—Todo ha acabado—dijo sentado en
uno de los bancos del jardín.
—Eso parece—contesté levantando
las solapas de mi gabardina—. Louis, ha comenzado a llover. ¿Por
qué no pasas dentro?—pregunté observando su rostro de animal
desvalido.
Él se había ido despidiéndose de
todos con la promesa de una reunión en tan sólo unos meses. Louis
pudo irse con él pero el orgullo le frenó. El mismo orgullo me
frenaba a mí para ir a buscar a Marius. La última noche que
habíamos compartido todos la pasé en compañía de Daniel Molloy,
mi creación y mi viejo amante mortal, el cual me aseguró que
cuidaba a Marius con todo su corazón pero que sabía que sus brazos
eran para otro. Aceptó que sólo yo era capaz de consolar los viejos
demonios de aquel terco milenario que aún, en lo más profundo de mi
corazón, amaba de algún modo. Quería ir hacia ese hijo estúpido y
terco del grandioso y perdido Imperio Romano, tomarlo del rostro y
jurarle que todo lo que habíamos vivido había sido necesario, que
perdonaba sus viejas y malas acciones, y que jamás olvidaría todo
lo bueno que hizo. Pero me negaba a ello. Sabía que si volvía a
verlo me desmoronaría. Louis y Lestat poseían una historia mucho
más cercana, apasionada, sincera y poderosa. Jamás he visto a dos
inmortales pelear de ese modo con los ojos llenos de un amor
incondicional, deseando que uno parase de hablar para poder callarlo
con algo más que un fuerte bofetón o una estruendosa puerta
cerrándose tras sus espaldas.
Todavía lo recuerdo. Recuerdo ese
momento en el cual se levantó del banco y pasó como un alma en pena
hacia el salón principal, dejó el ejemplar de sus memorias en la
mesilla y se marchó a deambular por las calles aledañas. Sybelle
simplemente dejó de tocar para recostarse en su habitación a
revisar la historia de Louis. Ella admiraba la bondad que podía
desprender aquel hombre, pero era incapaz de observar la malicia que
yacía en el fondo de su pecho. Louis era un cínico que amaba sufrir
y yo era un idiota que no podía dejar de olvidar un pasado que me
abría heridas profundas.
Antoine guardó su violín y se
aproximó al piano acariciando las teclas. Observaba el instrumento
perdido por completo en sus pensamientos y pequeños recuerdos.
Frente a mí tenía a un joven de unos diecinueve años, espigado y
de cabello negro ondulado que caía hasta la cruz de su espalda. Era
simplemente perfecto. Lestat había encontrado la reencarnación de
un fantasma. Sus labios parecían seductores y su cuerpo temblaba
ante el contacto con la música.
Pensé en todo lo que habíamos vivido
noches atrás, en todo lo que estaba por vivir y ahora esos
pensamientos me parecen vacíos e insignificantes. Sé que escribir
todo esto no me hará ser mejor persona, ni me ayudará a salvar mi
caída y tampoco limpiará las heridas que he causado ya. Meditar
aquella noche observándolo me permitió saber que lo amaba, pero que
jamás sería como mi primer amor y eso ha hecho que caiga en brazos
de Marius en un par de ocasiones ayudado por el tratamiento de
Fareed.
Anoche nos quedamos a solas nuevamente.
Hacía varios meses que no teníamos la oportunidad de guardar
silencio si queríamos, de herirnos con miradas acusadoras y de
ofrecernos palabras llenas de amor pero cargadas de dolor. Antoine
sabía que yo había caído repetidamente en las tortuosas
profundidades del podrido amor de Marius.
—Fareed me ha dado nuevas
inyecciones—dijo mirando la pequeña caja que había dejado sobre
la mesa auxiliar del salón—. Puedes usarlas con Marius y así él
no gastará de las suyas con Daniel. Al menos que uno de los amantes
no sufra, ¿no es así?
—Yo te amo, Antoine—dije
incorporándome de mi asiento para sentarme a su lado—. ¿Por qué
me crees capaz de caer otra vez? Ya no ocurrirá nuevamente—mis
brazos rodearon su cuerpo con fuerza mientras aguantaba mis lágrimas
y todos los oscuros demonios que se alimentaban de ella.
—Ya no me creo tus
disculpas—respondió.
—Haré lo que desees...—susurré
arrodillándome frente a él.
Mis palabras no eran vacías esta vez.
Realmente haría cualquier cosa porque él me perdonase y volviese a
mi lado con la confianza suficiente en mi amor. No había respetado
nuestros sentimientos por culpa de viejos recuerdos que jamás debí
recuperar. Había apostado erróneamente y ahora tenía que pagar
cada gesto por estúpido que hubiese sido.
—¿Lo que desee?—preguntó
agarrándome del pelo con la mano derecha—¿Lo que desee has dicho?
Asentí lloroso porque de inmediato
comencé a llorar. No podía reprimir ese sentimiento que oprimía mi
pecho y me hacía sentirme débil frente a él. Había cometido el
mayor de los delitos. Sus dedos se enredaron en mis ondulas y sus
ojos claros se hundieron en los míos. Me sentí perdido en aquella
inmensidad azul y quise ahogarme en ellos. Sin embargo, sólo sentí
como tiraba de mí mientras se incorporaba y recogía las
inyecciones.
Con paso firme, pero no rápido,
subimos las escaleras. Él iba delante y yo detrás convertido en una
mascota rezagada. Sentía como tiraba fuerte de mi pelo debido a la
rabia que contenía en cada uno de sus movimientos. Cruzamos el
pasillo principal pasando por la puerta donde Benjamín desarrollaba
su programa de radio, para luego entrar en mi sala de audiovisuales y
experimentación.
—Enciende las
cámaras—dijo—arrojándome a un lado de la habitación—. Te he
dicho que enciendas las cámaras.
—¿Para qué?—preguntó.
—Enciéndelas y haz que graben todo
lo que va a ocurrir aquí. Deseo conservar una copia de esas lágrimas
tan falsas que derramas—contestó.
Sabía que Antoine podía ser peligroso
si alguien lo llevaba al borde de la locura, pues había visto esa
misma mirada de odio y rabia en otros ojos hacía siglos. Nicolas me
odiaba del mismo modo que él estaba empezando a hacerlo, o al menos
así lo sentí en esos mismos instantes. El problema era que yo amaba
a Antoine y necesitaba que volviera a amarme.
—Te he dicho que las enciendas—dijo
colocando la caja sobre un pequeño escritorio de metal donde
guardaba mis apuntes, algunos archivos comprometedores, cintas de VHS
muy viejas y diversos USB con información diversa—. Armand, hazlo
ahora mismo.
Por alguna extraña razón siempre me
siento excitado cuando me obligan a hacer algo en lo que no creo. Tal
vez es un pequeño trauma que provocó Marius siglos atrás y que se
desarrolló aún más con Santino, pero el sometimiento siempre ha
provocado una dosis alta de placer para mí. Así que me moví rápido
encendiendo las cámaras que enfocaba una pequeña mesa de metal con
cuerdas, cadenas y diverso instrumental médico que usaba para mis
disecciones y pequeños experimentos con humanos y vampiros.
—La ropa fuera—dijo mientras
preparaba las inyecciones.
Obedecí de inmediato dejando la ropa
tirada a mis pies y permití que viese mi cuerpo desnudo, casi sin
vello y de marcadas caderas. Realmente no tenía un cuerpo
extremadamente masculino. Él sonrió perversamente mientras se
acercaba a mí con una dosis elevada en una jeringuilla. No dudó en
tomar con su mano izquierda mis testículos mientras clavaba la
aguja, presionando el émbolo hacia el final, para ofrecerme una
cantidad ingente de hormonas directamente a mi sexo. Gemí de dolor
porque es una zona sensible y mis lágrimas comenzaron a ser de
rabia, dolor, excitación y necesidad.
—Súbete a la mesa.
Ni siquiera me miró cuando me ordenó
aquello. Yo obedecí. Me subí en la mesa similar a las que se podían
encontrar en quirófanos y centros de salud. Él me ató con las
cuerdas porque sabía que eran cabellos trenzados de Maharet. Ella me
había regalado las cuerdas con las que ató a Lestat. Unas cuerdas
rojas, resistentes y ligeras que me ayudaban a mantener a mis
víctimas inmóviles como yo en esos momentos.
Él no se desnudó ni se inyectó, pues
tan sólo fue hacia las toallas de gran tamaño y las empapó en la
pequeña pila que tenía para limpiar la sangre de mis manos,
utensilios y demás materiales. Después, si escurrir ni una gota, me
colocó la toalla en la cara provocando que sintiera cierta asfixia.
Hizo aquello varios minutos mientras intentaba resistirme
inútilmente. Luego se dedicó a tirarme cubos de agua helada sobre
mi torso. Mi espalda no podía siquiera despegarse medio milímetro
del metal de la camilla. Tenía los ojos llenos de lágrimas y mi
boca parecía la de un pez fuera del agua.
—Lo siento—murmuré—. No volveré
a caer en sus brazos—aseguré.
—Eres una fulana cuyas mamadas son
gratuitas para su querido Maestro, pero no piensa en el injusto y
caro precio que pagamos otros por ellas—dijo con rabia antes de
quitarse la correa y ofrecerme más de veinte golpes seguidos. Tras
el último llegué al orgasmo por la excitación que sentía mi
cuerpo cuando percibía una tortura similar, pero no fue una
eyaculación del todo placentera.
Me dolieron más sus palabras que los
correazos. Sentí que mi alma se quebraba en mil pedazos
convirtiéndose en un montón de recuerdos insignificantes. Había
destruido al hombre que me amaba con la ternura que nadie me había
ofrecido y lo había convertido en un monstruo similar a los que
tanto me excitaban.
Finalmente vi como él se inyectaba y
desataba mis extremidades únicamente para acercarme al borde,
abrirme las piernas y colocar mis tobillos sobre sus hombros aún
cubiertos por su hermosa chaqueta blanca. No se había quitado la
ropa pues sólo se bajó la cremallera para penetrarme.
—Antoine...—dije intentando llamar
su atención para que regresara la ternura a sus manos, pero lo único
que logré es que me girara sobre la mesa y me penetrara con furia.
Cada estocada era terrible. Sentía
como rompía mi cuerpo y sometía mi alma con rabia. No vi amor en
sus acciones pues no encontré sus sensuales caricias, sus besos
tiernos y su mirada apasionada rogándome ser amado una y otra vez.
Lo único que hallaba eran las cámaras y monitores mostrando esa
terrible humillación con él sobre mí, sometiéndome a sus
delirios, mientras intentaba que ese momento impúdico fuese el
último. Sin embargo, por mucho que me doliera todo lo que ocurría
en esa habitación, me excitaba y eyaculé justo antes que él lo
hiciera en las profundidades de mi ser.
—Muévete—dijo saliendo de mí—.
Ahora quiero que te muevas rápido hacia los aparatos de grabación,
recojas los archivos y los envíes al correo que te voy a ofrecer.
—¿Qué?—susurré confuso y
agotado. Estaba vivo pero muerto por dentro. Él me había destruido
en medio de un ritual violento al que no me tenía acostumbrado.
—Deseo que él vea quien es tu dueño
y que no volverás a morder la mano que te da de comer.
El correo electrónico era de Marius.
Recientemente Benjamín había creado cuentas para todos los
inmortales. Deseaba que estuviéramos pendientes de los correos
electrónicos, llamadas y diversas páginas de información. Teníamos
que reportarnos una vez por semana. Así que Antoine sabía que vería
tarde o temprano el vídeo, que tendría que soportar verme de ese
modo, cumpliendo así una venganza dulce y monstruosa.
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