Mucho drama y poco pedir disculpas como se merecen... No, Marius, yo te admiro pero la estás cagando. ¡Despierta!
Lestat de Lioncourt
Hacía años que no recorría aquellas
calles que una vez me invitaron a soñar con una vida pública,
cargada de fiestas y encuentros de todo tipo. Recordaba a los
mercaderes reír mientras bebían y comían opiparamente en las
tabernas, las mujeres perfumadas que acudían hacia las fiestas en
carruaje o las pobres desengañadas que tenían que servir las jarras
de vino, también los muchachos correteando cerca de los burdeles
intentando alcanzar unos senos demasiado apetecibles por no decir,
claro está, de la podredumbre de ciertos barrios y del olor
insoportable de los canales. Estaba de nuevo en Venecia, pero era una
Venecia deslucida por el tintineo de letreros de neón, luces
eléctricas y bullicio estruendoso de fiestas insípidas.
Mis recuerdos transportaron mis pies y
me hicieron ir hasta el lugar donde se hallaba mi viejo palacio
veneciano. Había logrado reconstruirlo hacía algunos años pero no
había tenido la valentía de cruzar su portón, entrar en las salas
y contemplar nuevamente la belleza de su estructura. Si bien estaba
allí para conmemorar mi resurgimiento. Era de nuevo un hombre
completo y no me sentía un monstruo oculto tras una hermosa máscara.
Tomé aire, coloqué mis manos sobre la cerradura e hice mi truco
mental favorito. Aprendí hace tiempo lograr abrir cerraduras por
difíciles que fuesen.
Nada más entrar cerré la puerta y caí
de rodillas en la entrada. Me abracé a mí mismo respirando
profundamente el olor que poseían sus muros, el polvo acumulado en
el suelo y la fragancia del jardín interior que poseía. Era un
jardín salvaje lleno de malas hierbas pero también de flores
aromáticas típicas de Italia. El hijo pródigo había regresado a
casa.
Mis dorados cabellos caían sobre mi
torso rozando la camisa color borgoña que había logrado adquirir
hacía unas noches. Odiaba llevar ropa bárbara como esos elegantes
pantalones que se ajustaban demasiado a mi entrepierna y trasero
invitándome a no sentirme libre. Por ese motivo nada más
incorporarme me quité la ropa y comencé a caminar desnudo.
La tenue luz nocturna entraba por las
ventanas desprovistas de cortinas. Podía verse las distintas
entradas y galerías, así como la belleza del deteriorado jardín,
conmoviéndome hasta el borde de las lágrimas. Mis manos no tardaron
en colocarse sobre las paredes palpando cada tramo mientras pensaba
en las viejas conversaciones, en los antiguos sueños que yacían
enterrados por algún lugar de las baldosas de mármol que pisaba, y
en los suspiros lacónicos de un querubín que ya no podía señalar
como mío. Fui Dios entre aquellos muros, un Mesías para mis
muchachos, un mecenas para el mundo y un idiota para el resto que
desconocía el miedo que torturaba mi alma y la ira que la encendía.
Finalmente subí hasta los que fueron
mis aposentos acariciando el pasamanos de la escalera. El sonido de
mis pasos hacían eco en mis oídos mientras tarareaba los viejos
vals que entonaban los músicos que yo contrataba, así como aquellos
que acudían sólo para ganarse cierta fama y por un poco de vino,
dejando que mi alma se evaporara del presente y se trasladara a un
pasado demasiado pomposo y deseable. Me engañé a mí mismo por unos
segundos al cerrar los ojos y abrirlos nuevamente en la puerta de la
que fue mi habitación.
Por un instante vi mi cama con aquel
dosel borgoña de encantadores bordados de hilo de oro, el escritorio
de roble y las cortinas hondeando gracias a la brisa proveniente de
los canales. Noté incluso la calidez de las alfombras, el exacerbado
decorado de las molduras y los adornos de los muebles, así como pude
ver mi reflejo en el espejo de cuerpo entero que estaba cerca de uno
de mis armarios. Pero la visión que hizo temblar los cimientos de mi
alma y cordura fue su cuerpo tendido en ofrenda entre las sábanas de
seda. Casi estuve a punto de correr a su encuentro hasta que me dije
a mí mismo que sólo eran recuerdos. Comencé a llorar apoyado en el
marco de la puerta antes de volver a la realidad observando el vacío
lóbrego de la sala. No había candelabros de oro, ni muebles de lujo
y ni mucho menos mi amado Amadeo esperando que su Dios, su Apolo,
entrara en la habitación para robarle un beso de amor.
Acabé recostándome en el suelo de esa
estancia con los brazos en cruz y el rostro bañado en lágrimas.
Pensé en todas mis derrotas y también en la virtud de seguir
caminando pese a todo. Aún así me derrumbé pensando que la vida
era injusta y cruel como las llamas que consumieron todo, como el
monstruo que me arrancó la pieza de arte más preciada de mi
colección...
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