No quiero decirlo pero... ¡Santa madre! La ira no es buena, Marius.
Lestat de Lioncourt
Me había sentado en una de las mesas
de la terraza de aquel hotel. Podía contemplar a lo lejos a un grupo
de jóvenes que permanecía algo disperso, centrados en la
estruendosa música moderna que salía como alaridos de perro enfermo
de la radio, mientras un hombre decidía chapotear en la piscina
vigilado por el socorrista. Podía decirse que estaba en medio de una
isla cargada de placeres y no me motivaba ni uno solo.
—¿Qué desea tomar?—preguntó
interrumpiendo mis pensamientos el camarero.
—Agua mineral sin gas—respondí
sólo para que me dejase en paz.
Mis ojos castaños se paseaban de un
lado a otro sintiendo cierta agonía y la pesada carga de la soledad.
Ese resort turístico que había estado de moda durante algunos años
estaba decayendo. Ya no era el lugar predilecto para las reuniones de
altos ejecutivos que no eran ni más ni menos que vampiros como yo,
compañeros y amigos que una vez deseé retener por siempre a mi
lado, convirtiéndose en un lugar para familias, jóvenes
descerebrados y ancianos paseando sus arrugas por las orillas de la
playa.
Me sentía olvidado. Tan olvidado como
siempre.
—Aquí tiene—dijo el camarero
haciéndome notar su presencia aunque era innecesario. El olor a
sangre fresca lo delataba igual que el cambio de temperatura a mi
alrededor. Incluso la fragancia suave y fresca de su crema de afeitar
era bastante delatadora. Por lo demás olía a suavizante y almidón
para el cuello de su camisa. El uniforme era el común en cualquier
hotel de cinco estrellas y parecía incómodo para una noche tan
tórrida—. ¿Desea algo más?
—Sí... que la noche pase
rápido—murmuré.
—Ah, pero ¿por qué? Los jóvenes
supuestamente disfrutáis de la noche ¿no?—sonrió amable y yo le
miré perdido ante esa respuesta.
A veces olvidaba que mis más de cinco
siglos no eran nada cuando se fijaban en mi escueto tamaño, mi
rostro de niño de coral eclesiástica y mi juvenil tono de voz. Era
peligroso parecer un anciano encerrado en un cuerpo tan tentador.
Supongo que era ese el motivo por el cual espantaba a Marius. Yo no
era el joven resuelto que estaba. Jamás tendría la ambición que
poseía Lestat ni sus ansias de llamar la atención conquistando
imposibles.
—No soy tan joven—respondí.
—Es cierto, uno es tan adulto como
desee. Puede que existan por ahí ancianos con mentalidad de niños
pequeños llamando a los timbres, correteando por los pasillos de un
supermercado o vistiendo una camiseta alegre que para nada
corresponde con su edad. Como también deben existir los jóvenes que
se sienten hundidos, acorralados e insatisfechos tras vivir
experiencias duras e insondables—explicó encogiéndose de hombros
mientras bajaba la charola metálica y tomaba una pose más relajada.
—No intentes comprenderme ni
consolarme...—susurré deseando que se fuera y a la vez rogando que
se quedara.
—Ah... no es un consuelo—dijo
guiñándome un ojo—. Es algo cierto—añadió antes de mirar
hacia el fondo de la terraza y ver su silueta.
Marius estaba allí. Sabía que había
acudido a mi Isla Nocturna buscando sabrá Dios qué. Nunca pregunté
por qué estaba allí. Quizá no lo hice esperanzado porque estuviese
buscándome y no sólo deseando cazar a un par de muchachitos para
capturarlos para siempre en sugestivos lienzos.
—No te vayas—dije agarrando el
brazo del camarero.
—¿Es tu padre?—preguntó a media
voz—. ¿Temes que te castigue?
—Es...—no podía hablar porque lo
veía avanzar furibundo hasta mi mesa.
Cuando llegó hasta donde estábamos no
tardó en mirarme lleno de rabia. Contuvo sus modales porque el
mortal podía escucharnos y él quería guardar las apariencias, como
siempre, y no quedar como un maldito loco enfermo de celos y de otros
defectos.
—¿Por qué?—dijo— Sé que tu
nuevo amante ha enloquecido y lo tienes escondido por aquí. ¿Por
qué me haces esto? ¿Por qué eres así? ¿Acaso no te cuidé cuando
más lo necesitabas?
—¿Acaso eso importa ya?—interrogué—.
No viniste a buscarme en su momento y ahora te presentas en mi isla
absolutamente agitado y confuso... ¿Por qué?—alcé mi ceja
derecha mientras notaba las diversas emociones de aquel elegante y
apuesto camarero. Ese hombre que tenía algo más de treinta años
estaba asombrado. Yo, el mocoso que intentaba animar, era su jefe y
el dueño de todo lo que veía—. Si me disculpas, Marius, he
decidido disfrutar de la compañía de este amable camarero. No
necesito de viejos amantes para consolarme.
—Eres un maldito bastardo. Te
arrepentirás...
—Ya no estamos en Venecia para que me
amenaces. No temo a tu látigo ni tampoco que me dejes abandonado
cuando despunta el sol—expliqué soltando a mi empleado por si
deseaba marcharse.
—¿Desea que le acompañe a la puerta
o podrá encontrarla solo?—preguntó con diplomacia el camarero
provocando que soltara una risilla.
Tres noches después encontré el
cadáver de aquel chico arrojado en la playa. Parecía que se había
ahogado pero en realidad estaba muerto por el ataque de un
pretencioso y cobarde que nunca logró pedirme disculpas como
merecía.
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