Al parecer ese "demonio" sigue rondando el mundo. Digamos que yo no me creo que lo sea, pero hay textos como este regados por el mundo.
Lestat de Lioncourt
Dicen que los demonios no podemos
entrar en los templos, que estamos vetados y que las gárgolas cuidan
de los malos espíritus que deciden llamar a las puertas de la casa
de Dios. Tonterías. Sólo son cuentos que narran a los beatos para
que crean que esos edificios, humildes o gigantescas obras de arte,
son sagrados. Dios no habita ahí. De hecho, Dios detesta tales
lugares de oración donde su imagen está mil veces representada, hay
falsos dioses llamados Santos ocupando altares y el oro cubre
desproporcionados sagrarios. Los púlpitos siempre lazan acusaciones
contra los herejes y son los propios herejes, enfundados en sotanas
de alzacuellos bien almidonados, quienes cometen los peores delitos.
Por eso los demonios tenemos vía libre. Nosotros podemos cruzar sus
puertas como cualquiera. Nos deleitamos con la estupidez que allí se
comete y nos reímos al recordar pasajes bíblicos donde Jesús
detestaba a sacerdotes opulentos como los que venden su imagen por
unas pocas monedas.
Aquella calurosa mañana de verano
decidí asistir a misa. Aparecí en el mundo envuelto en uno de mis
elegantes trajes siendo la viva imagen de un empresario de éxito, de
un hombre de mundo, hecho así mismo o quizá moldeado por una
familia de origen pudiente. Un joven de mirada limpia y de aspecto
personal cuidado. Parecía pulcro, elegante, distinguido y firme
gracias a mi forma de caminar sin titubeos hacia el interior del
templo.
En la entrada había un tullido que
recogía monedas en una gorra sucia debido al sebo formado por el
sudor de su frente, la grasa de su pelo y la mugre de las calles.
Opté por no ignorarlo, como muchos beatos hacían, dejando un par de
billetes que iluminaron sus ojos carentes de esperanza. Él parecía
aferrarse ahora a esos pequeños pedazos de papel imaginando una
comida decente, un refrescante zumo y un postre delicado de alguna de
las pastelerías donde solían echarlo cuando se quedaba observando
el escaparate.
Dentro más de dos decenas de personas
tomaban asiento para escuchar las palabras de un “sabio” y
“honorable” sacerdote. Hablaba de Lucifer remarcando que está en
todos los corazones de aquellos que no son capaces de perdonar, de
los vengativos, de esos que nunca descansan y que tienen la
conciencia sucia. Me pregunté si Dios tenía la conciencia sucia
después de matar a billones, si la tenían los sacerdotes que
abusaban de niñas pequeñas y que la justicia apenas condenaba
debido a la influencia de la Santa Madre Iglesia o si recordaba que
la Guerra Santa la inició la Orden del Temple y prosiguió con las
quemas de brujas en las plazas gracias a la Santa Inquisición. Pero
supuse que no. La conciencia de todos los creyentes allí
arremolinados estaba limpia. Si bien podía leer los pecados rodeando
sus cabezas, sembrando el miedo en sus agitados corazones, mientras
se decían que confesar haría que Dios los perdonara con un par de
rezos, flores a la virgen, velas encendidas y estampitas del niño
Dios.
Odiaba la ropa que me había puesto,
aunque reconozco que me sentía atractivo, pero más odiaba a todos
los allí presentes. Sólo una niña pequeña, sentada en primera
fila, miraba consternada la imagen de Jesús en la cruz pensando en
por qué tenían que mostrarlo, qué ganaban todos aquellos viendo a
un hombre agonizar y por qué pensaban que era hermoso cuando era
terrible. Rememoré el momento en el cual deseé arrancar a Jesús de
la cruz, pero Dios me sostuvo de los hombros y me dijo que él debía
morir por amor a los hombres. ¿Cuál amor era ese? A él no le
importaban las almas del Sheol. No había amor. Él sólo quería ser
amado aunque finalmente se dio cuenta que no había amor, sino miedo.
En ese momento abandonó todo deseo de seguir observando la Tierra,
dio la espalda a sus hijos y dejó de intentar acercarse a su
creación. Su orgullo le impedía pedir disculpas por su
comportamiento y quizá también le negaba el darme la razón sobre
las almas condenadas.
Cuando salí de la misa pude ver a
beatas contando terribles rumores sobre gente cercana a ellas, otros
acusaban sin pruebas a hombres bondadosos porque habían renunciado a
la “fe” y había quienes ni siquiera se habían percatado de la
sonrisa del indigente. Aunque, ¿cómo iban a percatarse si para
ellos era invisible? El mundo entero era invisible u horrible si no
se asemejaba a su “verdad” o al “honor” que ellos decían
tener cuando rezaban.
—Dios, ¿no lo ves? Nada sirve tus
intentos. Debiste permitir que yo te ayudara—murmuré.
—Deja de intentar que vea sus
defectos. Los conozco bien. Dedícate a esas diez almas, Memnoch.
Llevas milenios holgazaneando y el trabajo se te echa encima—pude
escuchar su voz repicando en mi cabeza—. ¿Acaso no quieres
regresar?
—Ya no lo sé, Padre. Ya no lo
sé...—respondí.
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