Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

lunes, 25 de julio de 2016

Misa

Al parecer ese "demonio" sigue rondando el mundo. Digamos que yo no me creo que lo sea, pero hay textos como este regados por el mundo.

Lestat de Lioncourt 


Dicen que los demonios no podemos entrar en los templos, que estamos vetados y que las gárgolas cuidan de los malos espíritus que deciden llamar a las puertas de la casa de Dios. Tonterías. Sólo son cuentos que narran a los beatos para que crean que esos edificios, humildes o gigantescas obras de arte, son sagrados. Dios no habita ahí. De hecho, Dios detesta tales lugares de oración donde su imagen está mil veces representada, hay falsos dioses llamados Santos ocupando altares y el oro cubre desproporcionados sagrarios. Los púlpitos siempre lazan acusaciones contra los herejes y son los propios herejes, enfundados en sotanas de alzacuellos bien almidonados, quienes cometen los peores delitos. Por eso los demonios tenemos vía libre. Nosotros podemos cruzar sus puertas como cualquiera. Nos deleitamos con la estupidez que allí se comete y nos reímos al recordar pasajes bíblicos donde Jesús detestaba a sacerdotes opulentos como los que venden su imagen por unas pocas monedas.

Aquella calurosa mañana de verano decidí asistir a misa. Aparecí en el mundo envuelto en uno de mis elegantes trajes siendo la viva imagen de un empresario de éxito, de un hombre de mundo, hecho así mismo o quizá moldeado por una familia de origen pudiente. Un joven de mirada limpia y de aspecto personal cuidado. Parecía pulcro, elegante, distinguido y firme gracias a mi forma de caminar sin titubeos hacia el interior del templo.

En la entrada había un tullido que recogía monedas en una gorra sucia debido al sebo formado por el sudor de su frente, la grasa de su pelo y la mugre de las calles. Opté por no ignorarlo, como muchos beatos hacían, dejando un par de billetes que iluminaron sus ojos carentes de esperanza. Él parecía aferrarse ahora a esos pequeños pedazos de papel imaginando una comida decente, un refrescante zumo y un postre delicado de alguna de las pastelerías donde solían echarlo cuando se quedaba observando el escaparate.

Dentro más de dos decenas de personas tomaban asiento para escuchar las palabras de un “sabio” y “honorable” sacerdote. Hablaba de Lucifer remarcando que está en todos los corazones de aquellos que no son capaces de perdonar, de los vengativos, de esos que nunca descansan y que tienen la conciencia sucia. Me pregunté si Dios tenía la conciencia sucia después de matar a billones, si la tenían los sacerdotes que abusaban de niñas pequeñas y que la justicia apenas condenaba debido a la influencia de la Santa Madre Iglesia o si recordaba que la Guerra Santa la inició la Orden del Temple y prosiguió con las quemas de brujas en las plazas gracias a la Santa Inquisición. Pero supuse que no. La conciencia de todos los creyentes allí arremolinados estaba limpia. Si bien podía leer los pecados rodeando sus cabezas, sembrando el miedo en sus agitados corazones, mientras se decían que confesar haría que Dios los perdonara con un par de rezos, flores a la virgen, velas encendidas y estampitas del niño Dios.

Odiaba la ropa que me había puesto, aunque reconozco que me sentía atractivo, pero más odiaba a todos los allí presentes. Sólo una niña pequeña, sentada en primera fila, miraba consternada la imagen de Jesús en la cruz pensando en por qué tenían que mostrarlo, qué ganaban todos aquellos viendo a un hombre agonizar y por qué pensaban que era hermoso cuando era terrible. Rememoré el momento en el cual deseé arrancar a Jesús de la cruz, pero Dios me sostuvo de los hombros y me dijo que él debía morir por amor a los hombres. ¿Cuál amor era ese? A él no le importaban las almas del Sheol. No había amor. Él sólo quería ser amado aunque finalmente se dio cuenta que no había amor, sino miedo. En ese momento abandonó todo deseo de seguir observando la Tierra, dio la espalda a sus hijos y dejó de intentar acercarse a su creación. Su orgullo le impedía pedir disculpas por su comportamiento y quizá también le negaba el darme la razón sobre las almas condenadas.

Cuando salí de la misa pude ver a beatas contando terribles rumores sobre gente cercana a ellas, otros acusaban sin pruebas a hombres bondadosos porque habían renunciado a la “fe” y había quienes ni siquiera se habían percatado de la sonrisa del indigente. Aunque, ¿cómo iban a percatarse si para ellos era invisible? El mundo entero era invisible u horrible si no se asemejaba a su “verdad” o al “honor” que ellos decían tener cuando rezaban.

—Dios, ¿no lo ves? Nada sirve tus intentos. Debiste permitir que yo te ayudara—murmuré.

—Deja de intentar que vea sus defectos. Los conozco bien. Dedícate a esas diez almas, Memnoch. Llevas milenios holgazaneando y el trabajo se te echa encima—pude escuchar su voz repicando en mi cabeza—. ¿Acaso no quieres regresar?

—Ya no lo sé, Padre. Ya no lo sé...—respondí.



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Gracias por su lectura

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Lestat de Lioncourt