Creo que he descubierto por qué Marius odiaba a Santino. Con permiso..
Lestat de Lioncourt
Sentado meditabundo, esperando quizá
el golpe de gracia, me incorporé escuchando los viejos fantasmas que
recorrían los pasillos de mi mente. Allí estaban con nombre y
rostro dictándome sus desgracias, las mías propias, debido a mi
fanatismo. Había caído en la estúpida creencia que podría
librarme de mis pecados, pero estos se habían convertido en una
segunda piel, como un tatuaje invisible, que me asfixiaba. Mis ojos
estaban hundido en las tragedias que bien conocía como si fueran una
epopeya griega bien argumentada. Mis manos temblaban. Los viejos
rezos ya no me servían, las profecías eran polvo y los textos
sagrados se habían reducido a humo y cenizas.
—¿Le ocurre algo?—preguntó un
joven.
Me quedé observándolo unos instantes
antes de responder. Era delgado, tenía la cadera ligeramente
acentuada, sus labios poseían una belleza idílica y sus ojos
castaños me recordaron tanto unos que yo adoraba que sentí
remordimientos, deseos de llorar y la necesidad de suplicar perdón a
un extraño. Era castaño cobrizo y tenía su pelo alborotado, como
el de tantos jóvenes, entre sus manos se encontraban diversas
libretas de dibujo. Su piel lechosa, salpicada por una constelación
de pecas, me enloquecía. Parecía nieve recién caída a los pies de
la Piazza San Prieto. Destacaba entre la multitud por esa alma tan
pura envuelta en una sotana con un almidonado alzacuellos.
—¿Se encuentra bien? ¿Se siente
acalorado?—dejó sus desorganizadas libretas en el suelo para luego
colocarlas sobre mis hombros. Sentí que ardía. Aquello era la
visión de un ángel, de un ángel tan parecido al que yo había
torturado que me hacía sentir culpable de toda la maldad derramada
sobre este mundo.
—Sólo deseo que me perdone—dijo.
—Dios siempre perdona—respondió
con una cálida sonrisa.
—Dios no, mi ángel—murmuré—. Un
ángel al cual en vez de rezar lo condené al infierno, lo torturé
arrancándole las alas para depositar oscuros pensamientos sobre sus
heridas, un muchacho que fue mío y señalé como indigno.
Mis palabras pudieron provocar furia,
rechazo o asco en un hombre como él, con una fe tan poco dada a este
tipo de revelaciones, pero sólo sonrió estrechándome, besándome
las mejillas y dándome un ligero golpecito en la espalda.
—Dígaselo. Dígale que lo ama.
Calmará su alma y alegrará su corazón—susurró en mi oído antes
de apartarse. Sus ojos brillaban aguados debido a las lágrimas que
deseaba derramar. Quizá no era el único que había recordado un
viejo amor. Pero creo que fue más bien mi sinceridad lo que hizo que
él vibrara frente a mí como una hoja.
Tomó sus libretas, se despidió de mí
con un gesto gentil y se marchó a toda prisa. Pude llamarlo ángel a
ese joven sacerdote, pero sólo existe uno para mí y es Armand. Él
siempre será mi ángel.
1 comentario:
¡Oh por Dios!
Me hizo llorar, es hermoso, desde que leí el libro me pregunté por que no regresó con Armand para explicarle lo que había descubierto, para liberarlo.
Publicar un comentario