Y pensar que Benedict es mi abuelo y Rhosh mi bisabuelo en lo que respecta a "origen de mi sangre".
Lestat de Lioncourt.
Me situé de nuevo ante aquel viejo
conocido. Estaba intentando redimir todos mis pecados, pero estos
eran tan pesados que apenas podía respirar. Mis ojos se llenaron
nuevamente de pecaminosas lágrimas sanguinolentas mientras caía de
rodillas. Estaba angustiado y no sabía a quién acudir. Comprendía
que lo había hecho por amor, como muchas guerras se habían cometido
en nombre del amor a Dios, pero esa no era el mejor método de
solucionar las cosas.
Al fondo podía ver las velas
encendidas como plegarias a la virgen, una hermosa escultura datada
con más de tres siglos, y al otro extremo de la iglesia estaba San
Judas con sus manos abiertas hacia el público y un rostro algo
aniñado pese a la poblada barba perfectamente tallada. En una
esquina, casi oculto, había un pequeño santo que decían que
concedía milagros. Pero frente a mí, en esa inhóspita cruz, estaba
el salvador de la humanidad observándome con bondad pese al dolor de
sus heridas.
—Perdóname, perdóname... —murmuré
antes de escuchar como alguien más accedía al templo mientras el
párroco estaba en la vicaría junto a su adjunto.
—¿Otra vez?—su voz siempre me
hacía temblar como la primera vez. Causaba un torbellino de
emociones que no podía controlar—. Sabía que te encontraría aquí
rindiendo cuentas a un pedazo de madera.
—No hables así—dije con la voz
temblorosa—. Son mis creencias...
—Absurdas, sin duda—comentó
caminando con elegancia hasta donde me encontraba.
Accedió por el pasillo central pasando
por alto a la mujer que se había dormido en uno de los bancos. La
pobre desfalleció tras horas rezando angustiada por la suerte de un
enfermo. Aún había personas con fe y conciencia en el mundo, con la
necesidad imperiosa de ser escuchados, y yo no era tan distinto a
ella. Había acudido allí para que Dios me escuchara, pero era él
quien acudía al rescate con aquel gabán gris y ese aspecto tan
cuidado.
—No son absurdas—repliqué algo
temeroso porque él se enfadara conmigo, pero no podía permitirle
que se siguiera burlando.
—Benedict, ¿cuándo dejarás de ser
el monje que tomé entre mis brazos e hice hijo mío? Mi hijo, mi
amante, mi condenado...—se detuvo colocando sus manos sobre mis
hombros y me sentí como Jesús en el monte de los olivos junto a su
ángel, el redentor de todo pecado y mal, que le condujo a aceptar su
destino—. He visto dioses emerger y caer, he visto religiones
proliferar y caer en el olvido. Esto no tiene sentido. Es
ridículo—musitó apretando suavemente sus dedos sobre mis
hombros—. Has matado por mí, has decapitado a una inocente, y has
destruido al amor de su vida. Pero, ¿no nos han perdonado ya?
—Sí, ¿pero cuándo me perdonaré
yo?—pregunté.
Rhosh se quedó callado intentando dar
una respuesta que me convenciera, pero no pudo. Él sabía que
siempre me culparía. Yo, el bondadoso y torpe Benédict, había
matado a Maharet y colaborado en la muerte de Khayman.
No hay comentarios:
Publicar un comentario