Comprendo bien los sentimientos de Louis en estas breves memorias...
Lestat de Lioncourt
—¿Otra vez revisando viejos
poemas?—preguntó tomando asiento a mi lado.
Hacía años que no compartíamos algo
más de unas horas. La reunión había acabado hacía más de media
hora y todos se estaban marchando, pero él decidió venir a verme al
coqueto salón de la planta inferior. Allí, bajo al cálida luz de
una pequeña lámpara, me aislaba de todo leyendo un poema una y otra
vez.
—Sí—dije sorprendiéndome porque
se interesara en lo que estaba haciendo—. Además, este es
especial—respondí.
—¿Por qué, Louis?—sospeché que
lo sabía, pero quería confirmar sus dudas. Él siempre era así.
Jamás daba nada por hecho.
—Es el primero que recitó—comenté
cerrando el libro con cuidado para dejarlo sobre mis piernas.
—Piensas demasiado en ella—repuso.
—¿Cómo no hacerlo? ¿Acaso tú
puedes dejar tranquilo los recuerdos hacia Merrick?—pregunté para
que él comprendiera cuál era el hecho que me motivaba a hacer algo
así.
—No, por supuesto que no—dijo tras
un largo suspiro.
—Ahora que Rose lo ha logrado, que
Fareed parece haber hecho increíbles proezas y que el mundo se abre
ante nosotros como una majestuosa flor nocturna no puedo dejar de
pensar en sus enormes ojos azules, su boca carnosa llena de nefastas
sonrisas y ese cabello dorado que me arrebató parte de mi cordura.
Era mi niña, mi pequeña, mi hija... —murmuré en tono bajo como
si fuese una confesión jamás dicha.
Temía que Lestat me escuchase, pero de
todos modos lo sabría. Amel le decía todo. No había secretos.
Vivíamos en un “Gran Hermano” o en el “Show de Truman”
continuo sin necesidad de poner cámaras en cada plaza. Nada pasaba
por alto para el espíritu que contenía, como si fuese una
gigantesca vasija, el cuerpo de Lestat. Aún así todos teníamos un
pedacito de él que nos avivaba, nos encendía una llama poderosa,
que nos hacía estar por el mundo revolcándonos en nuestros sueños
y desesperaciones.
—Te quiero—dijo estrechándome
contra él para después dejarme un beso en la sien—. Me preocupas,
pero sé que no puedes dejar de ser un extraño bucólico aferrado a
los viejos tiempos—comentó antes de apartarse y marcharse de la
sala.
Yo sólo cerré los ojos e imaginé a
Claudia, mi hija, como una mujer adulta con una sonrisa radiante
bailando con Lestat. Deseaba que esa imagen, esa pequeña fantasía,
me diese fuerzas para lo que estábamos viviendo que era el inicio de
una nueva aventura.
1 comentario:
¿está bien que me sienta triste?
Claudia no me agradaba, incluso ahora ni siquiera siento que podría haber formado un futuro ya sea sola o en compañía de alguien. Pero ay, que tristeza.
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