¡Armand! Pobre... En serio, no le odio. ¿Por qué cree la gente que sí?
Lestat de Lioncourt
—¿Has pensado alguna vez en
olvidarte del dolor que cae a plomo sobre tu alma?—pregunté.
No sé por qué lo hice. Estaba
arrojado sobre su cama de satén rojo mientras observaba los bordados
de oro de los cojines que me rodeaban. Mis dedos jugueteaban con las
borlas de las esquinas y las flores de damasco.
—No, lo necesito—respondió sereno
sentado ante aquel minúsculo escritorio que poseía en su alcoba.
Una alcoba digna de un príncipe veneciano. Él era el maestro de
muchos y el hijo de la nada. Su acento era de ninguna parte para mí
y sus ojos eran el mismo cielo abriéndose para ofrecerme los pecados
más placenteros y ufanos.
—¿Lo necesitas?—dije frunciendo el
ceño mientras me incorporaba. Mis alborotados cabellos castaño
rojizos rozaron mis hombros desnudos.
—Es síntoma de haber amado—comentó—.
De haber sido herido por las flechas de un Cupido demasiado torpe y
cruel—sus manos blancas como la nieve, suaves como la seda y
perfectas como las de las estatuas griegas se movieron para apoyarse
en los brazos de su elegante silla de madera pintada con pan de oro.
—Maestro, ¿acaso no me amas?—rodé
por la cama hasta el borde y caminé desnudo, como mi pobre y
desgraciada madre me trajo al mundo, para arrodillarme ante él,
igual que los pastores ante el milagro de la venida del Mesías en
Belén.
Sé que mis ojos lo miraron llenos de
amor, pero también cargados de miedo. Quería ser amado por ese
hombre de grandes virtudes, pues codiciaba su corazón. Deseaba que
cada latido fuese mío. Pues él, mi apasionado Eros de cabellos de
oro líquido, venía a buscarme cada noche.
—Tú eres bálsamo para mis viejas
heridas—dijo colocando sus manos frías sobre mis mejillas
calientes.
—Bálsamo...
Recordé aquella conversación
observando los frescos que él había pintado para mí. Había traído
consigo un trozo de Venecia a Nueva York, mi refugio, donde mudé de
nuevo mi piel mostrando mis viejas raíces. Ya no era más Armand el
odioso vampiro adicto a las tortuosas mentiras de una religión
miserable, ni el pobre niño perdido en la nieve y ni mucho menos el
muchacho amante de un demoníaco pintor de ángeles. De nuevo era yo.
Había construido peldaño a peldaño lo que era y nadie me lo podía
arrebatar. Aún así necesitaba acercarme a mis viejos reflejos y
observar aquellos rechonchos querubines de ojos indulgentes. Podía
tolerar ese dolor. Esa minúscula punzada que atravesaba mi corazón.
La música del violín sonaba de fondo
recordándome que me amaban de forma entregada. Mentí a Gregory al
proclamar que no había sabido amar. Supe amar, lo hice con todo mi
corazón, y él me decepcionó tanto que preferí olvidarlo. Pero ahí
estaba. Todavía era un niño que dormía en su lecho en mis
ensoñaciones. Un muchachito estúpido. Sin embargo, no hay nada más
dulce que saber que quieren sanar tu alma como algo más que un
bálsamo. Cada nota es un beso, pero ¿qué será de mis recuerdos?
Aún vienen a mí como fantasmas recordándome que quiero que él me
haga suyo.
2 comentarios:
¡Que sublime!
me encanta cuando publican memorias de Armand con Marius.
Este es hermoso <\3
gracias por compartirlo!
saludos
Las memorias de ambos son tan bellas <3
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