—¿Alguna vez pensaste en lo que
hacías?—preguntó mientras me recostaba en el sofá junto a él.
Había colocado mi cabeza sobre sus piernas como si fuese un cojín.
Él sostenía aún un viejo libro. Parecía ensimismado en su lectura
hasta que habló repentinamente.
Sus ojos verdes brillaban como los de
un gran felino y su boca carnosa se movía con gracia. Parecía un
ser sacado de uno de los cuadros de algún artista extremadamente
realista. Tenía el cabello perfectamente cepillado y recogido en una
coleta simple, algo baja, y rozaba la cruz de su espalda. Sólo
llevaba una camisa blanca, muy fresca y veraniega, y unos pantalones
negros que envolvían sus largas piernas. No llevaba zapatos. Se
había descalzado hacía un buen rato para pasear por la biblioteca
antes de sentarse en ese cómodo sofá y divagar como siempre.
Había estado a punto de perderlo,
igual que David había perdido a Merrick. Por eso mismo, y no por
otro motivo, decidí recorrer el mundo para poner en orden mis
pensamientos tras lo ocurrido con los Mayfair. A él lo envié con
Armand. No había nadie en quien poder confiar salvo en ese muchacho
maldito de ojos castaños y pelo rojizo.
—¿En qué? ¿Sobre qué?—respondí
preguntando.
—En ella—repuso.
—Concreta, Louis—dije mirándolo a
los ojos mientras cerraba el libro.
—Para mí no hay otra ella, pero
puede que para ti sí.
Sabía que era esa “ella”. La misma
“ella” que había estado a punto de destruirlo llevándolo a la
locura. Aún no tenía claro que ese fantasma infantil fuese nuestra
hija. Dudaba muchísimo que estuviese en este mundo buscando
venganza. La muerte debió ser liberadora para ella, aunque sabía
que no estaba preparada para morir. No lo estuvo con cinco años no
lo estuvo en ese entonces.
—Dejemos el tema por la paz—contesté
con cierto desdén.
—No—dijo frunciendo el ceño.
—Louis...
Se incorporó, dejó el libro sobre el
asiento y echó a caminar por la sala, como una canica que gira y
gira sobre las baldosas buscando un lugar donde detenerse. Seguía
con la vista sus pasos. Deseaba levantarme y abrazarlo, pero sabía
que iba a lanzarme uno de sus dramáticos monólogos.
—¡No puedo dejar el tema! ¡Me
persigue su rostro noche y día! ¡Allí donde vaya busco su rostro,
intento atrapar sus rizos dorados y me lamento! ¡Era mi hija! ¡Era
un pedazo de mi alma!—gritó al fin. Desahogó su ira hacia mí. A
veces pensaba que él creía que yo era el único culpable, pero lo
fuimos los dos.
—¿Acaso crees que no siento lo
mismo?—pregunté con cierto reproche incorporándome por completo
del sofá para ir hasta él.
En un arrebato lo detuvo y lo tomé por
los brazos, justo por encima de los codos, pero él empezó
forcejear. No quería tenerme cerca. Era como si mi presencia le
quemase más que el sol mismo.
—¡Pues te veo impasible! Ya ni
siquiera la mencionas...—dijo rompiendo a llorar mientras apartaba
de mí.
—¿Hace falta mencionarla?—mascullé
casi sin aliento. No sabía cómo reaccionar a esos arranques. Jamás
lo he sabido.
—Para mí sí...—murmuró.
—Es una forma distinta de duelo,
Louis—dije.
—Yo no puedo vivir sin ella. No
puedo.
Sus ojos eran dos llamas de esperanza
destruida. Parecían arder en el infierno. Maldita sea... ¿cómo no
me había dado cuenta? Él revivía cada momento con ella desde su
concepción en la misteriosa oscuridad hasta el esparcimiento de sus
cenizas.
—Oh, Louis...—mascullé derrotado.
—Si no la recuerdo es como si jamás
hubiese vivido. Necesito mencionarla para verla viva frente a mí—me
aseguró llevándose las manos al pecho con esas lágrimas
recorriendo sus mejillas igual que un paso de misterio. Parecía una
de esas vírgenes misericordiosas que lloran por la muerte de su hijo
clavado injustamente en una cruz.
—He adoptado una niña. Estaba
perdida y sola, su madre había muerto—confesé.
—¿Qué?—dijo sin apenas aliento.
—Que he adoptado una niña—repetí
con la voz quebrada— He salvado a una niña del desastre. Antes que
ocurriera, Louis, la vi. La vi con esos ojos llenos de magia que
Claudia perdió y cuando la escuché gritar...
—Lestat... ¡Se puede saber qué has
hecho!—de inmediato se abalanzó sobre mí aferrándome con fuerza.
Sus uñas parecían atravesar mi camisa negra.
—No la he convertido ni lo
haré—aseguré firme mirándole a los ojos—. Pero por favor
déjame fantasear que puedo salvarla como no lo hice con Claudia.
Permite que pueda abrazarla, besar su frente y contarle cuentos.
Déjame hacerlo. Déjame salvar mi alma y expiar mis culpas siendo el
padre que no fui.
Acabé llorando, igual que él.
Llorando en silencio. Nos mirábamos como dos idiotas enamorados
sufriendo por la misma imagen de idílica familia que una vez
tuvimos, la misma que ella destrozó por odio. Ella se sentía
vencida y vacía y obró en consecuencia. La culpa fue de ambos, pero
lo hicimos por amor.
—Mon coeur...
—Se llama Rose y cree que soy un
ángel—añadí antes que él me abrazara como hacía décadas
cuando volvimos a vernos, justo antes del concierto.
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