Lestat de Lioncourt
—Ruinas. La vida son ruinas que se
apilan como libros gruesos en mis recuerdos. Navego en cada una de
ellas recordando cada palabra dicha y las malditas, las más malditas
de todas, que son las que no dije por miedo u orgullo. Eso es
todo—dije mirándole a los ojos.
Esos ojos castaños e inmensos se
tragaban mi alma arrastrándola a su infierno personal. Tenía el
cabello cobrizo cayendo por encima de sus hombros desnudos. Ante mí
tenía un hermoso efebo de cintura estrecha y delicada piel
ligeramente sonrosada. Había aceptado volver a permitirme pintarlo
al natural. Sin embargo, la expresión de su rostro era distinta.
—¿Así te sientes?—preguntó
indiferente.
—Sí, ruinas.
—Pues como has dicho es tu
culpa—respondió.
Me sentí como si me hubiese lanzado
una fuerte pedrada o dejado que la espada de Damocles cayese sobre
mí, decapitándome.
—Armand...—contuve mi rabia y dolor
sólo porque no quería que se marchase.
—Debiste venir a buscarme—dijo
moviéndose con gracia por la habitación recogiendo las prendas que
yo mismo le había quitado sin esfuerzo alguno. Eran prendas simples,
pero elegantes. Aquel pulcro traje Armani, esa camisa de algodón
celeste y la corbata negra.
—Akasha me pidió que buscara a
Pandora—sintiéndome morir.
¿Por qué se empeñaba en complicar
tanto las cosas? ¿Por qué no veía que estaba desesperado? No me
merecía ser feliz, pero deseaba tener un poco de belleza en mis
oscuras noches. Daniel se había marchado hacía variar y necesitaba
matar cada segundo, pues los recuerdos me aplastaban. Seguía amando
a ese maldito mocoso.
—Porque Pandora creía que ella era
una diosa—dijo abotonando rápidamente su camisa—. Deseaba cerca
a mujeres tan ciegas como ella, que se arrodillaran ante tu belleza y
besaran sus pies—afirmó subiendo sus pantalones—. No te quería
a ti para adularla porque se había cansado de lo viril, lo
masculino, eso que tú representas tan bien.
—¡Demonios!—exclamé—. Deja de
comportarte tan frío.
No iba a rogarle para que volviese a
posar para mí; pero sí decidí exigirle, con muy malos modos, que
dejase de juzgarme.
—¿Y cómo quieres que me
comporte?—sus ojos se clavaron de forma seductora, para luego poner
un expresión terrible en su rostro—. No soy lo que tú quieres.
—No, lo eres.
No era un querubín. Él era un demonio
maldito, al menos así se sentía. Sabía que no resultó como yo
esperaba y que me sentí defraudado, cuando en realidad debí
sentirme dichoso. Siempre hablo de libertad, pese a mis normas, pero
a él deseé moldearlo como si fuese una escultura que tallaba al fin
con mis estúpidas manos.
—Ni pienso serlo, Marius— dijo
acercándose a la puerta girando el pomo, para luego abrir la puerta
con cierta rabia—. He decidido no ser tu esclavo.
Fueron sus últimas palabras antes de
un estruendoso portazo.
—¡Armand!
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