Lasher y Julien eran un dueto sólido, pero sólo porque Lasher se empeñaba en ello.
Lestat de Lioncourt
Ella estaba atada a la cama,
supuestamente agotada, y yo no podía pedirle nada más. Había sido
el peor de los hijos. No obstante, mi ambición me cegaba tanto que
me impulsaba a seguir un camino cruel para la mujer que me trajo al
mundo. Me senté en el despacho que hacía de improvisado salón,
frente al televisor, y vi las noticias. Habíamos alquilado aquel
edificio de oficinas hacía ya unos meses, pero no recordaba la fecha
exacta. De inmediato entré en pánico. No sé qué es lo que me
alertó realmente, pero me di cuenta que estaba perdiendo mis
preciados recuerdos.
Salí de allí descalzo, y con el pelo
enmarañado, siendo aún un mes frío. Me aproximé a la tienda de
útiles escolares, artísticos y de oficina. Entré nervioso,
sudoroso y sintiendo mi portentoso corazón latiendo con una fuerza
descomunal. Agarré varios bolígrafos, cuadernos, folios en blanco y
unas carpetas que parecían de buena calidad. Llevé todo al
mostrador y lo pagué en efectivo. No sé cuánto me gasté, pues ni
siquiera me detuve a pensar si era mucho dinero o poco. Después
regresé al apartamento y comencé a escribir.
Podía escuchar su voz. Estaba allí
mismo. No sabía cómo era posible, porque él estaba muerto y a
tantos kilómetros que no podía ser. Sin embargo si cerraba los ojos
lo veía. Era posible ver a Julien de pie, frente a mí, con su
hermoso pelo nevado, su mil rayas de sastre y con unos mocasines
lustrosos. Tenía unos ojos azules hermosos que me recordaban a los
míos, pues ahora él era parte de mi familia o quizá lo era yo.
Atormenté a ese hombre durante años y ahora quería que me amara,
que me ayudara, que pusiera fin a mi desmemoria. Estaba olvidándolo.
—¿Recuerdas cómo te reíste de mí
cuando mi hija quemó mi libro?—preguntó apoyándose en un
elegante bastón que llevaba en su mano derecha. No parecía viejo,
aunque lo era.
Estaba alucinando, tal vez por la
fiebre. Sabía que no era real, pero yo discutiría con él.
Necesitaba recordar ese acento ligeramente francés. Aquel hijo de un
irlandés y una de mis brujas, el proyecto más maravilloso en el que
jamás me vi involucrado, había sido custodiado desde los tres años
por mí, mi ambición y afecto.
—¡Lo siento!—grité lamentándome.
—Ese libro te hubiese ayudado
ahora—dijo golpeando ligeramente el suelo con el bastón.
—Ayúdame tú—murmuré con los ojos
llorosos.
—Mataste a Richard—no fue una
pregunta, afirmó. Eso era terrible.
Sabía que hacía poco que había
atacado al hombre que amaba, a la única persona que le fue fiel
hasta el fin de sus días. Ese pobre hombre se aferró a una vieja
tienda, con una trastienda minúscula, donde recordaba cada momento
vivido junto a Julien. Yo lo maté. Maté a ese buen hombre.
—¡Estaba hablando demasiado a ese
hombre de Talamasca!—me excusé.
—¡Mataste a mi Richard!—dijo con
una mueca en su rostro terrible. Parecía un monstruo.
—¿Para qué te servía vivo? Ahora
ambos podéis encontraros en ese otro lado.
—Con que esas tenemos, mon fils,
espero que te vaya bien sin memoria—sentenció—. Michael acabará
contigo y ni siquiera sabrás el motivo—sonrió deleitándose con
una imagen que aún no había sucedido—. Morirás a manos de tu
padre, como la primera vez.
—¡Michael me querrá!—dije casi
sin aliento, pues había entrado en un ataque de ansiedad.
—Es un hombre demasiado bondadoso
como para aceptar a un monstruo por hijo.
Nada más escuchar esas palabras caí a
plomo sobre las baldosas. Al despertar no recordaba mucho de la vida
junto a Julien. Sólo al niño de cabellos negros e impresionantes
ojos azules que fue, así como el último romance que tuvo. Podía
verlo dichoso con aquel muchacho entre sus brazos, sentado sobre sus
inquietas piernas, mientras él tarareaba una canción escuchada en
algún burdel. Ambos hacían una bonita pareja, aunque el chico
parecía una damita con ese elegante vestido y aquel maquillaje
cubriendo su joven rostro.
Vino a mi memoria una de tantas peleas
que tuvieron, aunque eran cortas y sólo estaban molestos unas horas.
Richard deseaba exclusividad, pues había dejado atrás demasiadas
cosas para amar a Julien. Él ni siquiera se inmutó. Amaba demasiado
a ese muchacho, era su luz y su fuerza, pero yo le exigía estar con
mujeres y tener descendencia. Usurpaba su cuerpo, me movía por las
calles y las casas de la ciudad, tomando a mujeres para que fueran
parte de mi legado. Él lo tomó entre sus brazos, lo pegó contra su
pecho, y dejó que aquella fierecilla le abofeteara hasta que se
casó.
Era lo único que recordaba de Julien.
Eso y su libro ardiendo. ¿Por qué lo quemaron? Ya ni siquiera sabía
porqué lo hicieron.
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